Andrés nos cuenta su experiencia desde el Punto Corazón de Montevideo, Uruguay.
Como ya les conté en mi primera carta, todos los miércoles vamos a visitar el Cottolengo masculino Don Orione, hogar donde viven y reciben cuidados hombres desde la niñez a la vejez, con distintas discapacidades mentales y/o motrices. Además de eso, puedo descubrir que es un lugar donde el amor se encuentra en cada rincón. ¡Qué gran cantidad de amigos hicimos ahí! Todos nos reciben muy gustosos. Todos tienen algo para contarnos. Y el lugar está lleno de personajes.
Por ejemplo, Evens, un joven de unos 30 y pocos años, que aprendió a trabajar la madera en la escuelita que está dentro del Cottolengo. Y hace muy buenos trabajos: tablitas de picadas, sillas, mesas, estantes. Todo de buena calidad. Un día, estábamos hablando los dos en el comedor y me contó de su vida. A los 19 años él sufrió un ACV y nunca se recuperó totalmente, sus secuelas son visibles físicamente (se mueve en silla de ruedas) y al hablar arrastra las palabras, aunque yo veo que es una persona muy lúcida. En esa conversación me dijo “Ojalá yo fuera normal, así podría hacer muchas cosas que ustedes pueden hacer sin esfuerzo”. Se imaginan lo desarmado que me quedé ante esta expresión. Le respondí, con toda sinceridad y ayudado por el Espíritu, que no existe una “normalidad”, y que ser “normal” no es ser mejor que sus problemas. Yo, en mi “normalidad” no podría hacer nada, ni cerca, de las cosas que él hace con la madera. ¡Nada! Surgió una linda amistad entre nosotros.
O Carlos, que sabe y canta muchos tangos, un día me dijo inocentemente y sin pensar en la ironía que podían suscitar sus palabras, “Hay que estar un poco loco para venir a visitarnos”. ¡Y tiene razón! Creo que todo buen cristiano debe estar un poco loco.
Andrés L.