En la Iglesia vemos a Jesús, al mismo Jesús a quien las multitudes querían tocar porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos. Y pertenece a la Iglesia quien a través de su doctrina, de sus sacramentos y de su régimen, se vincula a Cristo Maestro, Sacerdote y Rey. Con la Iglesia, en cierto modo, mantenemos las mismas relaciones que con el Señor: fe, esperanza y caridad.
En primer lugar fe, que significa creer lo que en tantas ocasiones no es evidente. También los contemporáneos de Jesús veían a un hombre que trabajaba, se fatigaba, necesitaba de alimento, sentía dolor, frío, miedo…, pero aquel Hombre era Dios. En la Iglesia conocemos a gentes santas, que muchas veces pasan en la oscuridad de una vida corriente, pero vemos también a hombres débiles, como nosotros, mezquinos, perezosos, interesados… Pero si han sido bautizados y permanecen en gracia, a pesar de todos los defectos están en Cristo, participan de su misma vida. Y si son pecadores, también la Iglesia los acoge en su seno, como a miembros más necesitados.
Nuestra actitud ante la Iglesia ha de ser también de esperanza. Cristo mismo aseguró:Sobre esta piedra edificaré Yo mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella1. Será siempre la roca firme donde buscar seguridad ante los bandazos que va dando el mundo. Ella no falla, porque en Ella encontramos siempre a Cristo.
Y si a Dios le debemos caridad, amor, este debe ser nuestro mismo sentir ante nuestra Madre la Iglesia, pues «no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por Madre»2. Es la madre que nos comunica la vida: esa vida de Cristo por la que somos hijos del Padre. Y a una madre se la quiere. Solo los malos hijos permanecen indiferentes, a veces hostiles, hacia quien les dio el ser. Nosotros tenemos una buena madre: por eso nos duelen tanto las heridas que le producen los de fuera y los de dentro, y las enfermedades que pueden sufrir otros miembros. Por eso, como buenos hijos, procuramos no airear las miserias humanas –pasadas o presentes– de tales o cuales cristianos, constituidos o no en autoridad: no de la Iglesia, que es Santa, y tan misericordiosa que ni a los pecadores niega su solicitud maternal. ¿Cómo hablar de Ella con frialdad, con dureza o con desgarro? ¿Cómo se puede permanecer «imparcial» ante una madre? No lo somos, ni queremos serlo. Lo suyo es lo nuestro, y no se nos puede pedir una postura de neutralidad, propia de un juez frente a un reo, pero no de un hijo en relación a su madre.
Somos de Cristo cuando somos de la Iglesia: en Ella nos hacemos miembros de su Cuerpo, que concibió, gestó y alumbró Nuestra Señora. Por eso, María Santísima es «Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores»3. La última joya que la piedad filial ha engarzado en las letanías de Nuestra Señora, el más reciente piropo a la Madre de Cristo, es apenas un sinónimo:Madre de la Iglesia
1Mt 16, 18
2San Cipriano, Sobre la unidad, 6, 8
3 Pablo VI, Alocución 21-XI-1964
Fuente: hablarcondios.org
Autor: Francisco Fernández-Carabajal