“Yo, que antes era un blasfemo y un perseguidor…, Dios tuvo compasión de mí” (1Tm 1,13):
Es preciso que conservemos siempre en nuestro espíritu cómo todos los hombres están rodeados de tantos testigos del mismo amor de Dios. Si su justicia hubiera precedido a la penitencia, el universo hubiera sido aniquilado. Si Dios hubiera sido pronto al castigo, la Iglesia no hubiera conocido al apóstol Pablo; no hubiera recibido a un tal hombre en su seno. Es la misericordia de Dios la que transforma al perseguidor en apóstol; es ella la que cambia al lobo en pastor, y que hace de un publicano un evangelista (Mt 9,9). Es la misericordia de Dios la que, conmovida por nuestra suerte, nos ha transformado; es ella la que nos ha convertido.
Es viendo al comilón de ayer ponerse hoy a ayunar, al blasfemador de antaño hablar de Dios con respeto, al innoble de otras veces no abrir su boca si no es para alabar a Dios, que se puede admirar esta misericordia del Señor. Sí, hermanos, si Dios es bueno con todos los hombres, lo es particularmente con los pecadores.
¿Quieren ustedes mismos escuchar una cosa extraña desde el punto de vista de nuestras costumbres, pero una cosa verdadera desde el punto de vista de la piedad? Escuchen: Mientras que Dios se muestra exigente con los justos, con los pecadores no tiene más que clemencia y dulzura. ¡Qué rigor para con el justo! ¡Qué indulgencia para con el pecador! Esta es la novedad, el trastrueque que nos ofrece la conducta de Dios... Y ven porque: asustar al pecador, sobre todo al pecador obstinado, no serviría más que para privarle de toda confianza, hundirle en el desespero; halagar al justo, sería debilitar el vigor de su virtud, hacer que se relaje en su celo: ¡Dios es infinitamente bueno! Su temor es la salvaguarda del justo, y su clemencia hace regresar al pecador.
San Juan Crisóstomo