Siempre he pensado que lo mejor del cielo deben de ser sus santos anónimos, los desconocidos, los que jamás serán canonizados ni aparecerán en ningún calendario, los San Juan García, San Pepe Rodríguez, San Luis Martínez, Santa María González o Santa Luisa Pérez. Porque, naturalmente y por fortuna en el cielo hay muchísimos más santos que los que la Iglesia reconoce oficialmente. Aquí en la tierra hacemos las cosas lo mejor que sabemos -que es bastante mal-, pero en el cielo hilan muchísimo mejor y más fino. Y así, en la Gloria habrá montones de buena gente. Tan buena gente que ellos mismos se habrán llevado una sorpresa sordísima al encontrarse con que arriba les rinden culto, cuando ellos creían ser «de lo más corrientes. Y es que resulta que para ser santo no hay que hacer nada extraordinario. Basta con hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias.
Si ustedes me permiten la autocita, voy a copiar aquí una especie de «decálogo para un hombre que quería ser santo» que yo escribí, hace muchísimos años, cerca de cuarenta. Decía así:
Amarás al Señor tu Dios y en cada cosa
discutirás su voz, su luz, su sombra.
Cantarás cada día al levantarte,
sonreirás al tiempo que te crece delante.
Al cruzar los umbrales de tu puerta, un momento
detendrás la pisada y dirás: «Estoy contento».
Tenderás la sonrisa como una mano a todos,
tendrás a flor de labios las palabras «amor», «claro», «nosotros».
Amarás el silencio del templo, y el quedarte
largo tiempo en un ángulo, y decir sólo: «Padre».
Al sentir en tus manos el roce del dinero
sentirás alegría … y un poquito de miedo.
No creas que tu esfuerzo ennoblece el trabajo,
sino que es el trabajo quien redime tus manos.
Amarás a tu esposa y a tus hijos; y el pobre
conocerá tus pasos, tu mano y no tu nombre.
Soñarás en ser mártir treinta veces al año
y lo serás seiscientas en el afán diario.
Te dormirás soñando que hay una mano blanca
que te cierra los ojos, mientras tú dices: «Gracias».
No sé si cumpliendo estos diez mandamientos ingresará uno, sin más, en el cielo, pero la verdad es que yo ya me contentaría con cumplir la mitad. Y, lógicamente, sin milagros. Me temo que hemos encadenado indebidamente la idea de la santidad y la de los milagros. Porque la Iglesia hace muy bien exigiendo el milagro como sello y garantía para canonizar a un santo. Pero aún estos se realizan después de la muerte, porque lo que es para ingresar en el cielo a nadie le van a pedir que haya multiplicado los panes o devuelto la salud a los enfermos.
Por eso más que hablar de «olor a santidad» yo suelo hablar de «Olor a buena gente». Y en este mundo nuestro, estridente y dolorido, hay, gracias a Dios, mucho olor a buena gente. Son gentes de todas las edades y condiciones. Y uno se los encuentra donde menos sospechaba. Son enfermos que sonríen ante el dolor. Madres que no cejan ante los problemas y siguen amando. Hombres que hacen bien y apasionadamente su trabajo. jóvenes con tremendas ganas de vivir y de formarse. Muchachas de ojos limpios. Religiosas viejecitas que siguen teniendo el alma como sin estrenar. Aquella mujer que renunció a un trabajo mejor remunerado porque le impedía tener las horas que ella necesitaba para una vida profunda de oración. Esa muchacha que me escribe desde Africa contándome que fue allí con afanes de evangelizar a los negros y descubre que son ellos quienes la evangelizan. Esa muchacha ciega que dedica todas las horas libres de su vida a hacer felices a los enfermos de un pabellón de cancerosos. Esos padres que acaban de superar el trauma que les ha supuesto la muerte en accidente de su hijo y que han decidido donar todos sus órganos para que algunos enfermos vivan mejor. Ellos y muchos más, los Martínez, los Pérez, los García, los Rodríguez, los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos anónimos. Ellos son lo mejor del cielo.
José Luis Martín Descalzo
en Razones para vivir