A veces, también nos llega el fracaso. Áspero, amargo y chato. Lo que deseábamos, lo que queríamos, lo que habíamos construido… se desploma en un segundo. Fracasar también forma parte de la condición humana.
Pero un tropiezo, una embarrada, no es sinónimo de “ser un fracasado”. Fracasar nos hace caer en la cuenta que no lo podemos todo, que la “imagen” que construyeron de nosotros mismos o la que nosotros armamos no es del todo cierta. Que en nosotros conviven las luces y las sombras. Nada más verdadero.
Nos educaron para ganar, pero fracasar en algún proyecto (o en alguna relación) también nos habla de nuevos comienzos. De volver a intentar. De hacerlo de nuevo, pero con más humildad, sabiendo que somos frágiles y que “se puede fallar”. A veces un supuesto fracaso, se convierte en triunfo porque nos saca de un lugar donde estábamos cómodos y nos abre nuevas puertas.
Jesús también fracasó. Nos dice la Palabra que cuando volvió a Nazareth allí no pudo realizar muchos milagros, sólo algunas curaciones… Ya era conocido, lo seguían de a multitudes y su fama se extendía a kilómetros, sin embargo en su propio pueblo no era recibido. “¿Este no es acaso el hijo del carpintero?”. Sin embargo Jesús “siguió en la suya”. Fue, lo intentó, y siguió su camino. Incluso a sus discípulos, cuando los manda de a dos en dos, los advierte frente al fracaso “si alguno no los recibe o no los escucha sacúdanse el polvo de sus pies” Mt 10.
No se nos tiene que pegar el polvo de la desilusión ni de la derrota, así como llega, sacudirla y seguir adelante.