Foto: Daniel Ibañez
Que hay un momento para cada cosa bajo el sol, ya lo escuchamos. Pero qué tremendo es saberlo desde la experiencia. Hay un tiempo para llorar, morir, arrancar, no entender, y gritarle a Dios hasta el hartazgo. Y eso, para mí, que soy una persona tan estructurada y tan previsora de cada detalle futuro, me pone de los pelos. Porque claro, yo sé todo lo que quiero hacer de mi vida, del año, del mes, del día, de las horas. Y cuando digo “todo” me refiero a todo: lo sentimental, lo académico, lo personal, lo familiar, lo espiritual. Conozco el tiempo que me va a llevar cada cosa, anoto en una agenda las tareas y les pongo numerito para llevarlas a cabo por orden, las organizo por colores, voy tachando los cumplidos, y ah, qué lindo tener metas, qué maravilla cumplirlas. Ya en diciembre me hago un calendario en mi cabeza con los propósitos del año próximo. No falla, eh; siempre hago dos cosas fundamentales: lo dejo en las manos de Dios y, al mismo tiempo, pongo manos a la obra por eso. Es encantador. A mí me fascina vivir así porque me siento rodeada de vida, abrazada por la vida, rebalsada de vida.
Pero de repente sucede. Algo que no vi venir, un imprevisto que cae, un alguien que se mete, una enfermedad, un contratiempo, una cosa que se interpone, así, como si nada. Y mi plan, tan bonito, tan deseado, tan intenso, tan rezado, en el que tanto trabajé y al que tanto contemplaba mientras iba corriendo —firme y radiante— a alcanzarlo… ¡zas!, se cae. ¡Se cae! O se rompe. O se quiebra. O se queda quieto. Entonces no entiendo nada. Ni para donde seguir ni qué quiere Dios de mí. Todo lo que tengo en mi agenda y en mi cabeza, todo por lo que vengo trabajando hace tanto, pierde sentido. Porque toda esa vida que me inundaba se empieza a desdibujar. O, en el peor de los casos, me explota en la cara y me deja como ciega. Me cuesta mirar más allá. Me resulta difícil comprender por qué. Me pone nerviosa preguntarme qué tengo que hacer con todo esto que no planeé y que ni siquiera consideraba como posibilidad lejana. Entonces hago lo único que me sale: llorar, morir, arrancar, y gritarle a Dios hasta el hartazgo. Es el tiempo bajo el sol para hacerlo. Después, (esto lo habré de saber más adelante) vendrá otro tiempo. Siempre viene otro tiempo. Y podré mirar más allá, podré comprender por qué; y, si soy capaz de notar la obra de Dios, agradeceré que la vida se me haya explotado en la cara.
Es bastante difícil darse cuenta de todo esto en los momentos de desesperanza, pero durante la Cuaresma se puede ver más claro. Porque en este tiempo de camino hacia la Pascua recordamos que cuando todo parece injusto, cuando no hay un camino visible que nos rescate, cuando los mismos discípulos ven que su plan se desmorona, cuando el mismo Jesús termina gritándole a Dios desde una cruz, cuando todo es muerte y desilusión, precisamente ahí, aunque no lo entienda, está la esperanza. Porque Él está incluso en los signos de muerte. De ahí rescata la vida para transformarla y donárnosla una vez más.
Por eso sé que si tengo la capacidad de dedicar un tiempo a cada cosa, de saber cuándo ya es suficiente llanto y de ver la mano de Dios en todo lo sucedido, entonces vendrá la resurrección, vendrá la paz, vendrá la confirmación de que el nuevo plan me sienta bárbaro, que el nuevo tiempo es más maduro y que yo, transformada, puedo volver —firme y radiante otra vez— a inundarme de vida.