La luz apacible entra por la ventana de la pieza yacente a la cocina. Con que fuerza, con que amor la Madre se levanta con mucho pesar va a ungir al Changuito dormido.
Hacia el cerro se apresura como aquella vez en Nazaret con la bufanda agarrada por un lado y el aceite por otro sube y se dirige hacia la tumba, divisa el lugar sin darse cuenta y sigue sombría.
Con qué sorpresa, con qué alegría la piedra está corrida, así podrá entrar sin problema. Agradecida pero turbada por el peso de la pérdida entra y no lo encuentra, “¿Dónde está?”
Sale, busca, ella se siente perdida más todavía “¿Qué hacer?” entra en duda, “¿Será que esté en la otra?” el pensamiento le supera, la angustia se eleva cansada y confundida, deambula sin llegada.
Un hombre con calma se acerca, ella lo confronta insegura y presumida, le dice “Muchacho, indícame dónde has puesto el cuerpo de mi Señor.” Sigue hablando, sigue pensando, sigue dudando hasta aquel instante inefable y bello.
“María” nombre que sólo de aquella voz toma sentido la piel de gallo estalla, la sangre se aviva el rostro se vuelve luminoso, el corazón se acuerda el cerebro manda, y la boca grita, “¡Raboní!”.
La desesperada ahora abunda de esperanza el silencio sin respuesta alguna se llenó de sentidos la amarga pérdida vuelca a la alegría el feliz encuentro nunca se olvidará.