El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí.El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió.El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo por ser justo, tendrá la recompensa de un justo.Les aseguro que cualquiera que dé de beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa”.
Jesús vivió entre nosotros centrando su vida en el Padre, inseparablemente de la búsqueda incansable de la fraternidad del Reino. Esto lo llevó a amar radicalmente, a vivir saliendo de sí para ocuparse con generosidad en la construcción de una realidad más justa, más humana y más divina.
El seguimiento de Jesús, lleva consigo la exigencia de ordenar nuestra vida hacia Él, y que el amor al Señor y a su proyecto sea el que dinamice nuestras intenciones, nuestras opciones y nuestras acciones.Son duras y exigentes las palabras de Jesús: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí”. Sin embargo, el que quiera de verdad seguir a Jesús y apasionarse por la búsqueda de la voluntad del Padre y de la construcción del Reino, quien quiera vivir con honestidad y radicalidad ese amor que nos hace plenos, deberá poner, al modo de Cristo primero a Dios y ordenar todos los demás afectos hacia Él.
No se trata de renunciar al amor a los padres o a los hijos o a los amigos; de hecho, estamos llamados a amar a todos en plenitud, aún a los enemigos; pero poner a Dios primero y su propuesta de Reino, nos garantiza que nuestro amor se purifique de toda tendencia egoísta y de las búsquedas tramposas de la propia conveniencia.
Cuánto debemos vigilar para que nuestro amor sea verdadero y busque el bien de los demás. Tan fácilmente podemos caer en amores posesivos, manipuladores, en amores que no aceptan al otro como es y buscan caprichosamente que los demás respondan a nuestras exigencias. Solo la búsqueda cotidiana y honesta de ordenar nuestro amor hacia Cristo nos mantendrá vigilantes y con el deseo firme de conversión para salir de todo egoísmo.
Para esto es necesario que abracemos nuestra realidad herida y frágil; que no le demos la espalda al dolor, ni huyamos de lo que nos incomoda. Es necesario que asumamos las consecuencias de vivir esta aventura de amor buscando la plenitud del ser humano, en un mundo que muchas veces rechaza esta propuesta. El que quiera seguir a Jesús, deberá cargar con la cruz, como Él mismo lo hizo.
“El que encuentre su vida la perderá y el que pierda su vida por mí la encontrará”, dice el Señor. También nosotros estamos llamados, al modo de Jesús, a salir de nosotros mismos para abrir nuestra vida a la generosidad del amor; salir de todo egoísmo, esto es, morir a nosotros mismos para poder vivir para Dios.
Para esto no estamos solos, Jesús nos acompaña y se identifica con quienes envía a construir esta fraternidad del Reino. Pidamos al Señor que nos aliente en este camino, que rompa con todas nuestras perezas, que nos ayude a vencer los temores y, fundamentalmente, que nos ayude a salir de nuestros egoísmos, para que siendo Dios el centro de nuestra vida, nuestro amor sea pleno. Que Dios nos bendiga y fortalezca.