Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.
Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»
Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo.» Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: «Levántense, no tengan miedo.»
Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»
La Cuaresma es un camino para preparar nuestro corazón para la Pascua. Cada uno de nosotros, si examina con honestidad su interioridad, encontrará la necesidad de conversión en actitudes o en modos de pensar o de relacionarnos que no nos dejan amar en plenitud.
La vida, para quien quiera caminar junto al Señor, para quien quiera ser libre para amar, será lucha interior, conllevará atravesar dificultades y lugares oscuros, pero también contaremos con la experiencia de la cercanía del Señor y su consuelo. Esas experiencias fortalecen la esperanza e iluminan nuestro camino, aunque no veamos claro y aunque las dificultades estén al acecho. La experiencia de la transfiguración del Señor, ha sido para los discípulos un anticipo de la Resurrección en medio de un camino duro hacia la cruz.
En el Evangelio de hoy, Jesús convoca a Pedro, Santiago y Juan para subir a un monte alto y apartado, y comparte con ellos una experiencia profunda de oración y consuelo. Estos tres discípulos serán testigos de una manifestación clara de la divinidad de Jesús. Mientras Él estaba orando, su rostro y sus vestidos se tornaron blancos y resplandecientes, manifestando la plenitud y el triunfo del Señor y su promesa. Junto a Él aparecen Moisés y Elías, confirmando el camino que Jesús estaba viviendo y enseñando, y mostrando que en el Señor se realiza el proyecto de salvación. Además, es Dios mismo que, como en el bautismo, hace sentir su voz: “Éste es mi Hijo amado, escúchenlo”. Es decir, Éste es mi Hijo, obedézcanlo, síganlo. Será porque en los tiempos difíciles, en los tiempos oscuros, queremos tirar todo por la borda, queremos soltar caminos, queremos escapar. Quizás podamos recordar aquí esas palabras de San Ignacio que nos recomiendan que en tiempos de desolación no hagamos mudanza, no cambiemos nuestros propósitos y perseveremos en lo que sentimos de Dios en los tiempos luminosos y de consuelo.
Confiemos en esta experiencia de quienes nos han transmitido la fe, y atesoremos nuestras propias experiencias de consuelo y claridad que nos alimentan en el camino y nos impulsen para adelante. Porque la lucha interior continúa, porque vivir en el amor no es fácil ni es el camino más promovido en esta historia. Porque los tiempos oscuros vendrán, pero vivir en el amor vale la pena. Abramos el corazón a la confianza. que Dios nos bendiga y fortalezca.