Se acercaron a Jesús algunos saduceos, que niegan la resurrección, y le dijeron: “Maestro, Moisés nos ha ordenado: Si alguien está casado y muere sin tener hijos, que su hermano, para darle descendencia, se case con la viuda. Ahora bien, había siete hermanos. El primero se casó y murió sin tener hijos. El segundo se casó con la viuda, y luego el tercero. Y así murieron los siete sin dejar descendencia. Finalmente, también murió la mujer. Cuando resuciten los muertos, ¿de quién será esposa, ya que los siete la tuvieron por mujer?”. Jesús les respondió: “En este mundo los hombres y las mujeres se casan, pero los que sean juzgados dignos de participar del mundo futuro y de la resurrección, no se casarán. Ya no pueden morir, porque son semejantes a los ángeles y son hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Que los muertos van a resucitar, Moisés lo ha dado a entender en el pasaje de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Porque él no es un Dios de muertos, sino de vivientes; todos, en efecto, viven para él”.
Dios nos quiere vivos, y eso no quiere decir que solamente transcurramos por nuestra existencia sino que vivamos con sentido, que nos comprometamos con la vida en nuestra historia para caminar hacia la plenitud de la vida eterna.
La fe en la resurrección que nos trasmite Jesús, rompe con la mirada de aquellos que piensan que la muerte acaba con todo, ese pensamiento que lleva a algunos a la desesperanza y al sinsentido; que lleva a otros a no hacerse preguntas hondas que los puedan conmover en sus convicciones; y que a otros los lleva a vivir desde el “hoy comamos y bebamos que mañana moriremos”, centrándose en sus necesidades sin ninguna responsabilidad hacia la construcción de un mundo mejor y más humano.
Jesús con su vida y con su mensaje, pero también con su misma resurrección, nos llama a creer en la vida eterna y a caminar hacia ella en nuestra historia; una historia que vivimos personal y socialmente. Que Dios sea un Dios de vivos, como dice el Señor, nos invita a creer que lo que cada uno de nosotros es, se plenificará en la vida eterna. Cada uno de nosotros con su identidad, con su historia, está llamado a la eternidad que por amor nos quiere regalar el Padre. De la misma manera que a Jesús resucitado los discípulos lo pudieron reconocer en su persona, en sus sentimientos y deseos, así cada uno de nosotros será reconocible en su propia identidad, ahora, en la resurrección, en todo su esplendor.
Pero la resurrección también es la plenitud del amor; y en ese sentido redefine y plenifica todas nuestras relaciones de una manera nueva; donde la reconciliación con Dios y entre todos será plena; la unidad que tanto anhelamos en esta historia también lo será, porque seremos uno con Dios, y entre todos como humanidad nueva, compartiremos la misma unidad en el seno del Dios Trinidad.
Abrirse a la fe en la resurrección es abrirse a la novedad de la vida que busca el bien y la unidad a través del amor, único camino de la salvación. Esta convicción que nos compromete, porque para ello hay mucho trabajo que hacer en esta historia, nos hace jugarnos día a día por la fraternidad del Reino que Jesús nos llama a vivir.
Aunque la vida presente y la futura sean distintas, la primera es camino hacia la segunda. No como una carrera individualista, sino uniéndonos al amor de Cristo que abraza a toda la humanidad para compartir con todos su Resurrección. Que Dios nos regale esta fe y que la llevemos a la vida de todos los días, en las buenas y en las malas. Que el Señor nos bendiga y fortalezca.