Durante la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: Si ustedes me aman, cumplirán mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre, y él les dará otro Paráclito para que esté siempre con ustedes.
El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho.
Celebramos este Domingo de Pentecostés y percibimos cómo los discípulos van entendiendo que Jesús vuelve al Padre. Se experimenta como una sensación de orfandad. Como si después de todo lo que vivieron quedara en la nada o fuera una linda experiencia, pero que pronto va a quedar en el olvido. Sin embargo Jesús les promete dos cosas: el Paráclito, es decir, la fuerza apasionada del Espíritu Santo y la promesa de que Él vive en sus discípulos y ellos en Él. Jesús reitera una y otra vez que no va a dejar huérfanos a sus amigos, que va a serles fiel hasta el final, que no los va a dejar solo.
Habrá que acostumbrarse a esta nueva presencia resucitada de Jesús: presencia que no es física sino por la fuerza del Espíritu y por su presencia en nuestro corazón. Ahora bien. Uno puede aplicarlo a nuestra vida de todos los días. Hoy, ¿dónde vive Jesús? ¿Dónde está en mi vida? ¿Cómo hago para encontrarlo? ¿Cómo es eso de “vivir en Jesús”?
Creo que la respuesta puede ser esta: en el amor a los hermanos. Muchas veces nos complicamos la vida y la religión tratando de encontrar soluciones, damos vueltas y nos olvidamos de lo más importante: el amor. Palabra manoseada hoy en día. Ensuciada. Manipulada, por la Cultura de la Muerte, del Consumo y del Descarte. Por eso el desafío de reencontrarle el sentido más profundo. Amar es la manera que tenemos de permanecer en Jesús y el modo en que Jesús permanece en nosotros. Así de fácil. Así de simple.
Por eso, si uno quiere de veras vivir en Jesús, esto es vivir de acuerdo a los valores del Reino y del Evangelio lo que tiene que hacer es amar. Sabemos por experiencia y los grandes santos nos lo recuerdan que el amor está más en la obras que en las palabras. Por eso a veces viene mejor un lindo abrazo en silencio que llenarse la boca hablando; vale más sufrir con paciencia que retrucar una y otra vez para tener razón; es preferible ponerse a trabajar que disertar tres horas sobre el valor del servicio. Hay que vencer la tentación de pensar que vamos a resolver todos los problemas del mundo en una charla de café, en la tribuna de mi equipo o en una reunión parroquial. Tenemos que hacer el esfuerzo por no dejarnos vencer y ser profetas de esperanza, no por lo que decimos, sino fundamentalmente por lo que hacemos. Y eso que hacemos se vuelva testimonio manifiesto y patente para todos los demás. Jugarse la vida por amor, al estilo de Jesús sabiendo que no hay otra manera de vivir que ofrecer el corazón por amor a todos los hermanos. Incluso aquellos que se nos hace más difícil amar, aquellos que más nos cuesta querer.
Amar a Dios es amar al hermano. Así Jesús permanece en nosotros y nosotros permanecemos en Él. Seamos capaces de amarnos como hermanos y que nuestra vida sea un sano escándalo para todos los que se aferran a la Cultura de la Muerte, en egoísmo, avaricia y consumismo.
Pentecostés será entonces todo esto: no sólo la venida del Espíritu Santo, sino la venida de una presencia resucitada de amor que nos va a dar la fuerza para poder permanecer en Jesús y así amarnos como hermanos. El Espíritu Santo no será ni más ni menos que eso: el amor que medie todo tipo de relación humana y humanizante.
Feliz domingo de Pentecostés, que el Dios Uno y Trino que hace nuevas todas las cosas.
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