Jesús salió con sus discípulos hacia los poblados de Cesarea de Filipo, y en el camino les preguntó: “¿Quién dice la gente que soy yo?”. Ellos le respondieron: “Algunos dicen que eres Juan el Bautista; otros, Elías; y otros, alguno de los profetas”. “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?”. Pedro respondió: “Tú eres el Mesías”. Jesús les ordenó terminantemente que no dijeran nada acerca de él. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; que debía ser condenado a muerte y resucitar después de tres días; y les hablaba de esto con toda claridad. Pedro, llevándolo aparte, comenzó a reprenderlo. Pero Jesús, dándose vuelta y mirando a sus discípulos, lo reprendió, diciendo: “¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres”. Entonces Jesús, llamando a la multitud, junto con sus discípulos, les dijo: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará.
El evangelio que leemos este domingo, no se puede quedar en el simple recuerdo de lo que sucedió hace dos mil años en un diálogo entre Jesús y sus discípulos. Hoy, el Señor, nos pregunta a cada uno de nosotros: ¿quién dices que soy yo? Y nos pide una respuesta que debemos pensar detenidamente; una respuesta que sea fruto de la reflexión personal, que sea honesta, que nos comprometa la vida y que nos lleve a buscar seguirlo, asumiendo todas sus consecuencias. En aquel tiempo Jesús preguntó a los apóstoles: y ustedes ¿quién dicen que soy yo?
Los discípulos lo habían escuchado enseñar con autoridad, le habían visto librar a la gente de muchos males, habían experimentado que Jesús perdonaba los pecados. Es Pedro quien responde a la pregunta del Maestro: tú eres el Mesías. Y con estas palabras estaba diciendo: yo creo que eres rey, que eres la esperanza de Israel. Pedro lo ama al Señor, está entusiasmado con su vida y su mensaje, pero al igual que otros, quiere que Jesús se dé a conocer por todos y que pronto pueda conseguir el éxito en la sociedad. La enseñanza del Señor lo desconcierta: primero pide que no digan a nadie que es el Mesías, y luego anuncia que va a sufrir mucho, que lo matarán y que después resucitará.
Incomprensible… Pedro, como muchos de nosotros hoy no puede entender que el éxito que Jesús busca y en el que confía lo proyecta hacia la vida eterna, pero que su camino de amor hasta el extremo, en esta historia y en este mundo, además de tanto bien como han experimentado, acarrea dolor, rechazo y cruz. Jesús propone un camino para seguir, para involucrarnos con Él y llevarlo a su modo. Un camino para ser vivido antes que para ser comunicado. Cuando nos largamos a hablar de las cosas de Dios pero nuestra vida va por otro lado, la incoherencia termina haciendo un daño enorme, y hoy en la Iglesia somos muy conscientes de ello… lo cual nos abre a todos a un camino continuo de conversión.
Pedro quiere imponerle al Señor que no vaya por ese lado, quiere evitarle a Jesús el dolor, el camino estrecho, el silencio, y Jesús lo llama satanás, porque su propuesta le quiere evitar asumir las consecuencias dolorosas de su misión que es jugar su vida por el amor y llevar adelante la voluntad del Padre.
Creer en Jesús nos desafía a la coherencia, y como tantas veces decimos, la fe en Él se juega creyéndole a Él. No hay seguimiento sin amor, si no involucra toda nuestra realidad, hasta lo más íntimo, no hay seguimiento si no vale la pena, y esto implica asumir la cruz. Escuchemos nuevamente a Jesús preguntarnos: ¿quién dices que soy yo?
Y pidámosle al Señor que nos bendiga y fortalezca para responder con el testimonio de nuestra vida.