Como el pueblo estaba a la expectativa y todos se preguntaban si Juan no sería el Mesías, él tomó la palabra y les dijo: “Yo los bautizo con agua, pero viene uno que es más poderoso que yo, y yo ni siquiera soy digno de desatar la correa de sus sandalias; él los bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego.
Todo el pueblo se hacía bautizar, y también fue bautizado Jesús. Y mientras estaba orando, se abrió el cielo y el Espíritu Santo descendió sobre él en forma corporal, como una paloma. Se oyó entonces una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección”.
Esta linda fiesta que celebramos hoy en el Bautismo del Señor nos regala un evangelio para profundizar y meditar en su hondura. Pareciera ser que no nos dice nada cuando en realidad nos descubre un rasgo fundamental de la persona de Jesús, digno de ser aplicado a nuestra persona.
Ni bien Jesús es bautizado, se oye la voz del cielo que lo proclama como “Hijo muy querido”. Va a ser el primer paso de la vida pública de Jesús antes de irse al desierto. Lo que nos descubre entonces el texto es que Jesús es no sólo “Hijo”, sino además, “muy querido”. De esta manera Jesús al recibir el bautismo está bien dispuesto para irse al desierto a dejarse tentar por el demonio y afrontar su misión.
Esto tiene una gran importancia para todos nosotros, los cristianos, que este domingo nos juntamos en comunidad y celebramos la Palabra y la Eucaristía. Porque todos nosotros también somos bautizados. No fuimos bautizados sólo con agua, sino como bien predijo Juan, con Espíritu Santo. Esto quiere decir que desde el momento de nuestro bautismo la Trinidad nos habita; todo Dios reside en nosotros, configurándonos con su Corazón; se queda para siempre en nuestro corazón y en nuestra vida; nos deja una marca imborrable; y además nos recuerda una y vez que también como Jesús y en Jesús, somos sus hijos muy queridos.
¡Esto es fabuloso! ¡Esto es genial! ¡Esto sí que es grande! ¡Dios nos dice que somos sus hijos! Hoy es un hermoso día para recordar una y otra vez que somos hijos de Dios y que esta es nuestra dignidad más grande, más linda y más importante.
Lo que le da sentido entonces a nuestra vida no es nuestra clase social, nuestro trabajo –los que tenemos el privilegio de tenerlo-, cuánto ganamos, dónde vivimos, si tenemos auto, moto, bicicleta o cartoneamos con un carro, la marca de la ropa que usamos… ¡Nada de eso! lo que le da sentido a nuestra vida cristiana es que somos bautizados y por tanto… ¡hijos muy queridos! ¡Esa es nuestra dignidad más grande! Tenemos que gritarlo: ¡somos hijos de Dios! Y somos hijos muy queridos.
Entonces no importa en la vida quien se haya olvidado de mí o quien me haya mezquinado su amor o quien no supo estar a la altura de hacerme sentir que valgo la pena… mi vida tiene sentido porque soy de Dios y soy su hijo muy querido. Yo para Dios valgo. Dios de mí no se olvida. Dios me tiene siempre presente y su amor es incondicional. Aún en el pecado, Él me espera, me abraza, me besa, me reconcilia. Dios se derrite en caridad por todos y cada uno de nosotros. Yo soy importante no por lo que haya recibido ni por lo que haya logrado; soy importante porque Dios no deja ni un segundo de hacerme el aguante, de “aguantarme los trapos”, de jugársela por mí, por amor. Yo para Dios valgo y Él no se olvida de mí. Testimonio de esto es el amor de Jesús y la pasión del Espíritu Santo que habita nuestro corazón.
Hoy es un lindo día para hacer memoria de nuestro bautismo y de confirmar una vez más que todo Dios nos inhabita y su amor nos hace valer, nos da alas, nos hace levantar la mirada, nos hace ponernos en camino, nos hace apasionarnos por el Bien y la Verdad y llevar a cabo la misión para la cual Dios nos ha creado: poner nuestra vida al servicio de los hermanos, especialmente de aquellos que sienten la vida y la fe más amenazada.
Que tengas un lindo domingo lleno de la luz del bautismo de Jesús. Te abrazo en Su Corazón y será hasta el próximo evangelio.
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