Domingo 17 de Noviembre del 2019 – Evangelio según San Lucas 21,5-19

jueves, 14 de noviembre de
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Como algunos, hablando del Templo, decían que estaba adornado con hermosas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: “De todo lo que ustedes contemplan, un día no quedará piedra sobre piedra: todo será destruido”.

Ellos le preguntaron: “Maestro, ¿cuándo tendrá lugar esto, y cuál será la señal de que va a suceder?”.

Jesús respondió: “Tengan cuidado, no se dejen engañar, porque muchos se presentarán en mi Nombre, diciendo: ‘Soy yo’, y también: ‘El tiempo está cerca’. No los sigan. Cuando oigan hablar de guerras y revoluciones no se alarmen; es necesario que esto ocurra antes, pero no llegará tan pronto el fin”.

Después les dijo: “Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos; peste y hambre en muchas partes; se verán también fenómenos aterradores y grandes señales en el cielo.” Pero antes de todo eso, los detendrán, los perseguirán, los entregarán a las sinagogas y serán encarcelados; los llevarán ante reyes y gobernadores a causa de mi Nombre, y esto les sucederá para que puedan dar testimonio de mí.

Tengan bien presente que no deberán preparar su defensa, porque yo mismo les daré una elocuencia y una sabiduría que ninguno de sus adversarios podrá resistir ni contradecir. Serán entregados hasta por sus propios padres y hermanos, por sus parientes y amigos; y a muchos de ustedes los matarán. Serán odiados por todos a causa de mi Nombre. Pero ni siquiera un cabello se les caerá de la cabeza. Gracias a la constancia salvarán sus vidas.»

 

 

Palabra de Dios


P. Sebastián García sacerdote del Sagrado Corazón de Betharrám

 

De a poco vamos terminando este ciclo litúrgico, prontos a celebrar la Solemnidad de Cristo Rey. Se le suma además este fin de semana la celebración de la Jornada Mundial de los Pobres instituida por el papa Francisco. Y creo que tiene mucho que ver con lo que celebramos este domingo y lo que la liturgia nos trasmite.

Mirando el Templo, grandioso y majestuoso, Jesús proclama que de eso no quedará piedra sobre piedra. Y lo dice en un sentido ampliamente positivo. No nos podemos imaginar a Jesús deseando que un lugar sagrado se venga abajo sin más. Es ridiculizar la fe y las tradiciones judeo-cristianas y seguir cayendo en infantilismos que no nos permiten nunca ver en Jesús un verdadero liberador de todo lo que ata nuestra condición humana, sino un guerrillero “tira-piedra”, falsamente revolucionario y ajeno a todo rostro humano de Dios.

La frese de Jesús se entiende en el marco de la verdadera fe y de la verdadera religiosidad. Lo que hace santo al Templo no son los adornos votivos, piedras preciosas, lindas imágenes, pedestales monumentales, oro, plata, diamantes… Lo que hace santo un lugar y por eso se vuelve Templo es la presencia de Dios y la fe verdadera de las personas que concurren, rezan, celebran la vida y la fe. Así que no importa cuán grande sea la casa de Dios en cuanto a sus ladrillos, dimensiones y adornos: será en definitiva casa de Dios por la fe de la gente que la habita y la presencia secreta, sigilosa y silenciosa de Dios.

Que el Templo se venga abajo no significa que hay que destruir las iglesias, sino todo aquello que apegado a ritualismos y rubricismos no nos permiten hacer una verdadera experiencia de Jesús como verdadero sentido de nuestra vida y centro de la historia humana. “Tirar abajo Templos” no será cuestión de entenderlo al pie de la letra, sino de abrir nuestro corazón a la gracia del Corazón de Jesús para dejarnos transformar por él y que nuestra vida sea reflejo de su amor por la fuerza del Espíritu Santo. Derribar Templos tiene que ver con la purificación que tenemos que vivir en determinado momento de nuestra vida y pasar de los consuelos de Dios al Dios de los Consuelos; dejar de lado normas y tradiciones que no nos permiten acercarnos verdaderamente a Dios porque vivimos muy acostumbrados a ellas y asfixian nuestra libertad o nos generan comodidad. Que se caigan los Templos nos hace pensar más bien en procesos de crecimiento interior que nos lleven a la libertad de espíritu y a una relación adulta con Dios en la verdadera religión, que no es grande o significativa por los adornos, sino por el meollo y el centro: la verdadera convicción del amor de Jesús en nuestra vida que nos lleva a jugarnos nuestra vida por amor.

Escuchando protestas en el marco de la discusión por la separación de la Iglesia y el Estado, me encontré con una consigna: “La única iglesia que ilumina es la que arde”. Y creo que es verdad. Quienes la proclaman, muchos de ellos que dicen ser enemigos de la Iglesia, tienen razón. No porque haya que prender fuego iglesias, sino porque si no estamos para iluminar, que la Iglesia no esté para nada.

En este sentido, tomo prestadas las palabras de Francisco en su carta con motivo de la Jornada Mundial que celebramos hoy: “La Iglesia, estando cercana a los pobres, se reconoce como un pueblo extendido entre tantas naciones cuya vocación es la de no permitir que nadie se sienta extraño o excluido, porque implica a todos en un camino común de salvación. La condición de los pobres obliga a no distanciarse de ninguna manera del Cuerpo del Señor que sufre en ellos. Más bien, estamos llamados a tocar su carne para comprometernos en primera persona en un servicio que constituye auténtica evangelización. La promoción de los pobres, también en lo social, no es un compromiso externo al anuncio del Evangelio, por el contrario, pone de manifiesto el realismo de la fe cristiana y su validez histórica. El amor que da vida a la fe en Jesús no permite que sus discípulos se encierren en un individualismo asfixiante, soterrado en segmentos de intimidad espiritual, sin ninguna influencia en la vida social (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 183)”.

Creo que va en la misma línea. Saquemos los adornos de nuestra fe y de nuestra experiencia de Dios. Quitémosle a nuestra fe todos los chiches y las lucecitas de colores. Vayamos más allá de toda cáscara. Tiremos abajo los templos para que no quede piedra sobre piedra. Deconstruyamos la fe. Y empecemos a creer en serio. No por las palabras que decimos, sino por las obras que hacemos. Y también por seguir desenmascarando a los falsos profetas de hoy que se autoproclaman Mesías, para dar fe a la verdadera fe católica en Jesús, nuestro Señor y Gran Jefe.