Se adelantó Pedro y le dijo: “Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?”.Jesús le respondió: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores.Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos.Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda.El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: “Señor, dame un plazo y te pagaré todo”.El rey se compadeció, lo dejó ir y, además, le perdonó la deuda.Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: ‘Págame lo que me debes’.El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: ‘Dame un plazo y te pagaré la deuda’.Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía.Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor.Este lo mandó llamar y le dijo: ‘¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda.¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de tí?’.E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía.Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos”.
En nuestra vida el perdón es tan necesario como el pan y eso es una verdad que todos podemos constatar en nuestras historias. Basta mirar nuestras convivencias y reparar en las durezas, las oscuridades, los rencores y las tristezas que se instalan en nuestros corazones cuando el perdón es a cuenta gotas o mezquino o inexistente. Pero también podemos caer en la cuenta de la paz, la alegría y la fortaleza interior cuando es el perdón el que tiene la última palabra, reconociendo que siempre implica un proceso, a veces más rápido y otras más lento.
De hecho, el amor que quiera perseverar tendrá que estar abierto a perdonar y a ser perdonado, es decir, abrazar el perdón con todas las letras. Si no, será imposible que el amor eche raíces y crezca en nuestras relaciones; sencillamente, porque todos somos frágiles, y todos somos pecadores. En otras palabras, todos tenemos errores y necesitamos no solo de la corrección fraterna, sino del perdón. Solo desde el amor que está abierto al perdón podremos hacer realidad la fraternidad del Reino que el Señor nos invita a descubrir, vivir y gozar. El perdón, en nuestra historia y en nuestro mundo, es tan necesario como el pan.
Hoy, en el Evangelio, Jesús nos da una profunda y realista pista para reconocer la importancia de ese perdón que implica el Reino. Lo hace a través de una parábola, contando lo sucedido a un súbdito que le debía muchísimo dinero a su rey, ante el reclamo por el pago, pidió que se le diera un plazo para pagar la deuda, y la respuesta del Rey fue sobreabundante, más que darle un plazo, le perdonó totalmente la deuda. Pero este servidor, al momento de salir y encontrarse con un compañero que le debía un poco de dinero, fue cruel en el modo de reclamar el pago y, además, ante el pedido de un plazo para pagar, como él lo había hecho hacía un instante, no solo se negó sino que lo hizo poner en la cárcel hasta pagar lo que debía.
Éste hombre, el que había sido perdonado por el Rey, no abrazó ese perdón. Sólo se quedó en la satisfacción superficial de estar libre de deuda, pero no cayó en la cuenta del amor del que era beneficiario y del perdón que se había derramado sobre él. No supo integrar en su vida el perdón a su identidad, ahora él era un hombre perdonado, no solo libre de deuda. Porque si se hubiese reconocido perdonado, es decir, pecador-perdonado, eso lo habría hecho humilde y agradecido, eso lo hubiese pacificado, eso lo hubiese ayudado a reaccionar con paciencia y misericordia frente a la fragilidad, la deuda, el pecado de los demás.
Qué buena pista nos da Jesús, qué tesoro de sabiduría para nuestra vida concreta. Reconozcamos con humildad nuestra historia de pecado y calibremos la inmensidad del amor de Dios, que nos ha perdonado y nos perdona en la entrega de Jesucristo, que nos amó hasta el extremo. Caigamos en la cuenta de la misericordia de la que somos beneficiarios, reconozcamos que somos pecadores infinitamente amados por Dios. Entonces brotará el amor, brotará el agradecimiento y miraremos a los demás desde ese lugar sagrado de nuestra íntima realidad.
El perdón no es solamente para sentirnos libres de culpa, si lo vivimos así, no transformará jamás nuestra vida ni nuestra convivencia. El perdón es para abrazarlo, y reconocernos profundamente y gratuitamente amados y eso ilumina nuestro modo de relacionarnos con los demás.
¿Cuántas veces debo perdonar, le preguntó Pedro a Jesús, hasta siete veces? No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete? Respondió el Señor. Pidamos poder comprender y vivir en plenitud esta importancia fundamental del perdón en nuestras vidas.
Que Dios nos bendiga y fortalezca.