Jesús dijo a sus discípulos: “Yo he venido a traer fuego sobre la tierra, ¡y cómo desearía que ya estuviera ardiendo!Tengo que recibir un bautismo, ¡y qué angustia siento hasta que esto se cumpla plenamente! ¿Piensan ustedes que he venido a traer la paz a la tierra? No, les digo que he venido a traer la división. De ahora en adelante, cinco miembros de una familia estarán divididos, tres contra dos y dos contra tres: el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra”.
Verdaderamente hoy, si hay algo que nuestro mundo necesita, especialmente nuestro país, es paz y paz en abundancia, entonces, llama la atención estas palabras de Jesús.
Jesús no es un subversivo que viene a formar una guerrilla para derrocar un gobierno tiránico. Ni es un hippie “buena onda” que quiere que todo esté bien.
Jesús dice que ha venido a traer fuego. El fuego nos manifiesta la pasión, las cosas que nos apasionan; aquello por lo cual nosotros nos queremos jugar por entero la vida. Jesús también lo tiene y lo siente en el fondo de su corazón: es una pasión que lo alimenta, que lo motoriza, que lo motiva, que ni él mismo puede aplacar. Y esa pasión es el amor: el amor al Padre y el amor que vea consumada su obra, el amor al Reino de los Cielos instaurado definitivamente en la tierra y el amor a los pobres, a los pequeños, a los sencillos y a los humildes. Es decir, el Corazón de Jesús no es un corazón impávido. No es un corazón pasivo. No es un corazón de piedra. Es un Corazón que ama, que siente, que se enciende incluso hasta bruscamente de amor por todos los hombres.
Entonces la paz que viene a traer Jesús no es la ausencia de guerras, no es la ausencia de rivalidades, no es la ausencia de todo aquello con lo cual yo me puedo llegar a confrontar y que me puede herir o me puede lastimar. La paz de Jesús es mucho más. La paz de Jesús es que, aún a pesar de todo eso y por sobre todas esas cosas, hay un corazón dispuesto a amar y a jugárselas por entero por amor a otras personas.
Vivir el Evangelio con la lógica del Reino choca de frente contra la mentalidad mundana de la Cultura del Consumo y del Descarte. Por tanto, quienes viven los valores de Jesús, chocan de frente con quienes viven de acuerdo a la lógica de este sistema deshumanizante. Y los choques provocan violencia.
Frente a esto no tenemos que ceder. Tampoco buscar la violencia por la violencia ni el enfrentamiento por el enfrentamiento mismo. Tenemos que ser constructores de paz. Pero no por esto renunciar nuestras convicciones profundas de querer que nuestra vida, todo lo que somos y hacemos sea una clara proclama que no estamos con los criterios de este mundo, de este sistema, de la opresión por el hombre mismo, que privilegia esos “supuestos valores” que hoy aparecen como fundamentales: la seguridad, el confort, el pasarla bien, salvarse uno mismo, usar a los otros, amasar una propia fortuna a costa de los demás o del dios del mercado financiero, poder, placer y poseer. Al sistema de hoy ni siquiera le interesa el tener. Está más interesado en el “aparecer”, el “figurar” y el aparentar. Es una sociedad que vive de rótulos y caretas y donde cada vez son más lo que tienen menos y menos los que tienen más y más y más y cuya política tiende a dividirnos, formar grietas, alejarnos unos de otros. Todo lo contrario de la gracia de Jesús que nos une, nos dignifica, nos iguala en dignidad: nadie es más, nadie es menos, todos somos hijos y entonces tenemos la posibilidad de ser hermanos.
Danos paz Jesús. Para amarnos como hermanos. Para amar a todos los hombres como nuestros hermanos, más allá de todo lo que pueda dividirnos y separarnos.
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