Jesús, al pasar, vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: «Maestro, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que haya nacido ciego?». «Ni él ni sus padres han pecado, respondió Jesús; nació así para que se manifiesten en él las obras de Dios. Debemos trabajar en las obras de aquel que me envió, mientras es de día; llega la noche, cuando nadie puede trabajar. Mientras estoy en el mundo, soy la luz del mundo». Después que dijo esto, escupió en la tierra, hizo barro con la saliva y lo puso sobre los ojos del ciego, diciéndole: «Ve a lavarte a la piscina de Siloé», que significa «Enviado». El ciego fue, se lavó y, al regresar, ya veía. Los vecinos y los que antes lo habían visto mendigar, se preguntaban: «¿No es este el que se sentaba a pedir limosna?». Unos opinaban: «Es el mismo». «No, respondían otros, es uno que se le parece». El decía: «Soy realmente yo». Ellos le dijeron: «¿Cómo se te han abierto los ojos?». El respondió: «Ese hombre que se llama Jesús hizo barro, lo puso sobre mis ojos y me dijo: ‘Ve a lavarte a Siloé’. Yo fui, me lavé y vi». Ellos le preguntaron: «¿Dónde está?». El respondió: «No lo sé». El que había sido ciego fue llevado ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús hizo barro y le abrió los ojos. Los fariseos, a su vez, le preguntaron cómo había llegado a ver. El les respondió: «Me puso barro sobre los ojos, me lavé y veo».Algunos fariseos decían: «Ese hombre no viene de Dios, porque no observa el sábado». Otros replicaban: «¿Cómo un pecador puede hacer semejantes signos?». Y se produjo una división entre ellos. Entonces dijeron nuevamente al ciego: «Y tú, ¿qué dices del que te abrió los ojos?». El hombre respondió: «Es un profeta». Sin embargo, los judíos no querían creer que ese hombre había sido ciego y que había llegado a ver, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: «¿Es este el hijo de ustedes, el que dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ahora ve?». Sus padres respondieron: «Sabemos que es nuestro hijo y que nació ciego, pero cómo es que ahora ve y quién le abrió los ojos, no lo sabemos. Pregúntenle a él: tiene edad para responder por su cuenta». Sus padres dijeron esto por temor a los judíos, que ya se habían puesto de acuerdo para excluir de la sinagoga al que reconociera a Jesús como Mesías. Por esta razón dijeron: «Tiene bastante edad, pregúntenle a él». Los judíos llamaron por segunda vez al que había sido ciego y le dijeron: «Glorifica a Dios. Nosotros sabemos que ese hombre es un pecador». «Yo no sé si es un pecador, respondió; lo que sé es que antes yo era ciego y ahora veo». Ellos le preguntaron: «¿Qué te ha hecho? ¿Cómo te abrió los ojos?». El les respondió: «Ya se lo dije y ustedes no me han escuchado. ¿Por qué quieren oírlo de nuevo? ¿También ustedes quieren hacerse discípulos suyos?». Ellos lo injuriaron y le dijeron: «¡Tú serás discípulo de ese hombre; nosotros somos discípulos de Moisés! Sabemos que Dios habló a Moisés, pero no sabemos de donde es este». El hombre les respondió: «Esto es lo asombroso: que ustedes no sepan de dónde es, a pesar de que me ha abierto los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero sí al que lo honra y cumple su voluntad. Nunca se oyó decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si este hombre no viniera de Dios, no podría hacer nada». Ellos le respondieron: «Tú naciste lleno de pecado, y ¿quieres darnos lecciones?». Y lo echaron. Jesús se enteró de que lo habían echado y, al encontrarlo, le preguntó: «¿Crees en el Hijo del hombre?». El respondió: «¿Quién es, Señor, para que crea en él?». Jesús le dijo: «Tú lo has visto: es el que te está hablando».Entonces él exclamó: «Creo, Señor», y se postró ante él. Después Jesús agregó: «He venido a este mundo para un juicio: Para que vean los que no ven y queden ciegos los que ven». Los fariseos que estaban con él oyeron esto y le dijeron: «¿Acaso también nosotros somos ciegos?». Jesús les respondió: «Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: ‘Vemos’, su pecado permanece».
Jesús es la luz del mundo, es quien viene a iluminar, a disipar las tinieblas, es quien viene a romper con esas cegueras que nos hacen andar sin rumbo y que nos encierran en nosotros mismos, esas cegueras que nos achican y menosprecian.
En el Evangelio de hoy, podemos ver el proceso de un hombre ciego de nacimiento que, además de recobrar la vista, abrazó con entusiasmo la luz de Jesús.
El Señor se acerca a este hombre en sábado, hace barro con tierra y saliva, unta sus ojos y le pide que vaya a lavarse a la piscina del Siloé, la piscina del enviado. El hombre confía en Jesús a quien todavía no conoce y recobra la vista. Está feliz, nunca había podido ver y ahora ve.
Pero se encuentra con un entorno que no es capaz de alegrarse con él; unos se quedan en que no es el sábado un día para hacer estas cosas; otros no lo reconocen diciendo que no puede ser el mismo que antes no veía, etiquetándolo en su ceguera; otros no lo escuchan ni respetan porque lo tachaban de pecador por haber padecido ese límite desde su nacimiento. Qué curioso, este hombre que estaba ciego ahora ve, y aquellos que tenían la vista, no son capaces de ver lo bueno y de reconocer a quien hace el bien; resulta que los que ven estaban ciegos.
Es hermoso ver el proceso de este hombre que no solo recobra la vista, sino que actúa con lucidez y con valentía dando testimonio de aquel que lo había ayudado, y a quien aún no conocía. Vemos a un hombre que no se achica, que no renuncia al don que ha recibido y se mantiene firme en la verdad a presar de encontrar la oposición y el ensañamiento de parte de las autoridades que intentan callarlo, o negar lo sucedido y terminan expulsándolo. Lo que desean es en definitiva condenar a Jesús por cuestionar su modo de entender a Dios y a la Ley.
Aquel que era ciego de nacimiento, etiquetado como pecador por aquel mundo tan rígido, es sanado en su ceguera, y quien no conocía a Jesús, termina confesándolo como el Señor. No le fue fácil, le implicó la no comprensión de su familia y la expulsión del Templo; pero le llevó a reconocer a Jesús y confiar en Él, y a reconocerse a sí mismo de una manera nueva y confiar en lo que el Señor había hecho con él.
Jesús es la luz del mundo, y si nosotros como este ciego de nacimiento confiamos en el Señor, nos dejamos sanar por Él y abrazamos la luz de Jesús, reconoceremos los dones que Dios nos ha regalado y podremos ver a Dios, al mundo y a nosotros mismos de una manera nueva. Traerá dificultades, incomprensiones, dolores, pero fundamentalmente nos traerá la alegría de sabernos profundamente amados y verdaderamente valiosos. Que en nuestro camino de Cuaresma abracemos la luz de Jesús y demos testimonio del Señor. Que Dios nos bendiga y fortalezca.