Tres días después se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y la madre de Jesús estaba allí. Jesús también fue invitado con sus discípulos. Y como faltaba vino, la madre de Jesús le dijo: “No tienen vino”.
Jesús le respondió: “Mujer, ¿qué tenemos que ver nosotros? Mi hora no ha llegado todavía”.
Pero su madre dijo a los sirvientes: “Hagan todo lo que él les diga”.
Había allí seis tinajas de piedra destinadas a los ritos de purificación de los judíos, que contenían unos cien litros cada una.
Jesús dijo a los sirvientes: “Llenen de agua estas tinajas”. Y las llenaron hasta el borde.
“Saquen ahora, agregó Jesús, y lleven al encargado del banquete”. Así lo hicieron.
El encargado probó el agua cambiada en vino y como ignoraba su origen, aunque lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, llamó al esposo y le dijo: “Siempre se sirve primero el buen vino y cuando todos han bebido bien, se trae el de inferior calidad. Tú, en cambio, has guardado el buen vino hasta este momento”.
Este fue el primero de los signos de Jesús, y lo hizo en Caná de Galilea. Así manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.
El evangelio de hoy nos regala el relato famoso de las bodas de Caná. Y es uno de los más tiernos de la misión de Jesús.
Y te lo comparto porque lo que más me llega es la frase de la madre de Jesús: “no tienen vino”. Jesús parece desentenderse de eso al principio porque no es su hora. Pero la Virgen, siempre tan presente, tan atenta a los detalles, tan mujer, no quiere que la fiesta se acabe. Porque es lo que iba a ocurrir. Sin vino, no hay fiesta. Y el vino es entonces sinónimo de alegría. La Madre lo sabe y le arranca un signo, el primero del Evangelio de Juan, donde el agua de las purificaciones se llenan de agua y se convierten en vino. Y vuelve la fiesta. Y continúa la alegría. Y hay espacio para el encuentro y la celebración, el agradecimiento y la vida compartida.
Tiene un simbolismo muy grande todo esto. Porque nos puede pasar como Iglesia lo que a los novios en Caná. De hecho hay comunidades enteras que han perdido la alegría. En sus ritos, liturgias, normas, observancias… Se les cayó por el camino la alegría. Muchas de nuestras comunidades y hermanos sienten lo mismo que los novios de Caná. “Se nos ha acabado el vino”. Ya no hay fiesta. Ya no hay alegría. Ya no hay Cultura del Encuentro.
Y no nos podemos permitir como seguidores de Jesús que la alegría nos falte. Habrá situaciones de muerte y de dolor, de sufrimiento y desesperanza. Pero el Evangelio entero es sinónimo de alegría.
Claro que la alegría es mucho más hondo y profundo que el mero divertirse que nos impone con sus reglas la sociedad de consumo. Que de hecho nos seduce con la diversión. La diversión es narcotización de conciencia. Es entrar en un espiral de dispersación que va adormeciendo la conciencia, nos despersonaliza, nos uniforma, nos quita el pensamiento crítico, nos termina amargando la vida en el colmo del individualismo, mirándonos a nosotros en el negro espejo de los dispositivos electrónicos.
La alegría pasa por otro lado. Pasa por la vida amasada, construida, generada, cantada y vivida en comunidad. La verdadera alegría es la de Francisco de Asís, maravillado por el hermano sol y la hermana luna, incluso la hermana muerte. La alegría es la sobriedad de una vida austera y puesta al servicio de la demás. La sencillez, la pequeñez, encontrar el valor en las pequeñas cosas de cada día. Por eso la alegría es un arma poderosa que es auténticamente revolucionaria: no se compra ni se vende, vincula historias y enhebra corazones, se compadece y mira desde el otro, se hace pequeña y está sobretodo donde abunda la pobreza.
Es lo que tenemos que aprender de ellos. Que la felicidad no pasa por tener y buscar seguridades permanentes en la vida sino todo lo contrario. Cómo esos muchachitos de Caná que se jugaron la vida por un proyecto juntos y la alegría se les acababa tan pronto como el vino. Que no nos pase. Que no te pase. No te subas a la montaña rusa del consumismo, el tener, el poder y el placer por el placer mismo. La alegría suele no habitar grandes mansiones y excelentísimos palacios. Suele estar, la mayoría de las veces en el corazón del pobrerío, que ante la escasez y los mercaderes del Templo que nos quieren hipotecar la alegría, ellos resisten, aguantan, comparten, disfrutan y ponen en común.
Que a tu vida no le falte el vino de la alegría. Porque la vida es demasiado corta para andar persiguiendo permanentemente distracciones que nos aniquilan y nos despersonalizan y nos hunden en el abismo de la tristeza, la mala soledad y el mismísimo infierno.
Que nos nos hipotequen la alegría. Que no nos falte el vino. Que sea nuestra vida un taller para el Encuentro. Y así, resistiendo, generar nueva vida.
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