Domingo 20 de Octubre del 2019 – Evangelio según San Lucas 18,1-8

jueves, 17 de octubre de
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Jesús enseñó con una parábola que era necesario orar siempre sin desanimarse: “En una ciudad había un juez que no temía a Dios ni le importaban los hombres; y en la misma ciudad vivía una viuda que recurría a él, diciéndole: ‘Te ruego que me hagas justicia contra mi adversario’.

Durante mucho tiempo el juez se negó, pero después dijo: ‘Yo no temo a Dios ni me importan los hombres, pero como esta viuda me molesta, le haré justicia para que no venga continuamente a fastidiarme'”.

Y el Señor dijo: “Oigan lo que dijo este juez injusto.

Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche, aunque los haga esperar?

Les aseguro que en un abrir y cerrar de ojos les hará justicia. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”.

 

Palabra de Dios

 


P. Sebastián García sacerdote del Sagrado Corazón de Betharrám

 

¡Cómo desconcierta este Jesús del Evangelio! ¡Y cómo nos provoca sanamente con sus interrogantes! “Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?”Ciertamente la fe es un don que Dios regala libre y gratuitamente a todos los que él quiere, por medio del cual no solo creemos en Dios y en las verdades que él nos revela, sino además que le creemos a Él personalmente.

La invitación del evangelio de hoy es a orar siempre, para hacer que el don de la fe se acreciente en nosotros día. De manera que creyendo recemos y rezando creamos. En esta dinámica nos quiere meter la palabra de Jesús.

Sin embargo usa como ejemplo algo que nos dejar también una linda enseñanza. En la viuda está representada toda la miseria de la época de Jesús. Era aquella mujer que por haber perdido a su marido, dependía de la limosna y la caridad de los demás para poder vivir. No era sujeto de derechos, ni por mujer, ni por viuda. Estaba fuera del sistema socio-político, económico y religioso. En ellas está la voz y el reclamo de todos los que han sido tomados por miserables en todas las épocas: los pobres, marginados, oprimidos, enfermos, postergados, manoseados en sus derechos, excluidos. Es la multitud de pobres que a lo largo de generaciones se ponen de pie, se organizan y le piden al juez – en quien se resume toda la autoridad y toda la potestad-, que los defienda, que les haga justicia, para ellos poder vivir también en la justicia y en la justicia de Dios. No se trata de un levantamiento subversivo o revolucionario, reactivo a la autoridad y violento. Nada de eso, aunque muchas veces se pueda correr el riesgo de caer en eso si las estructuras de pecado y empobrecimiento sistemático del Pueblo no cambian. Lo que les mueve es la fe. Y así se juntan. Y así se organizan. Y reclaman una y otra vez a la autoridad y llevan su reclamo hasta hacerlo tan cansador para alguno que terminan accediendo al pedido.

De alguna manera creo que así también tiene que ser nuestra fe. Una fe que venza lo pusilánime de nuestros esfuerzos y ganas y verdaderamente nos ponga de pie. Que nos gane por cansancio como a veces gana por cansancio el reclamo de los pobres  a los oídos de quienes los han empobrecido.

Y de esa manera hacer que nuestra fe no sea sólo “creen en” y “creerle a”; sino, como enseña Jesús en el evangelio de hoy, que sea también una fe de “creen con”. Es decir, nuestra fe no pude ser una fe individualista, exclusiva y excluyente en Dios y a Dios. No. Nuestra fe es comunitaria, colectiva, de muchos y de muchas. Descubrimos de esta manera la vertiente comunitaria de la fe: si nuestro creer no nos lleva a desinstalarnos para reconocernos como hermanos y no nos lleva a acompañar los grandes pedidos de los miserables de hoy, los empobrecidos, el grito de la Casa Común ante tanta explotación y depredación, no será una fe auténticamente católica, no será la fe del Dios de Jesús.

Nuestra fe es comunitaria. Por eso somos Iglesia. Nadie cree como quiera o le convenga. Creemos al modo de Jesús, de acuerdo a la mentalidad de Jesús, con los valores de la alegría del evangelio y los desafíos de querer apurar la llegada del Reino Definitivo. Una fe que nos haga abrir los ojos y de cara a la realidad, salir corriendo de sacristías y covachas, de piezas calentitas y cómodas, de templos lujosos para el culto, para hacer nuestra también la causa de tantos hermanos y hermanas que sienten la vida y la fe amenazada. Y caminar, sinodalmente, con ellos, para hacer de sus luchas, nuestras luchas; de su esperanza, nuestra esperanza; y de su insistencia, nuestra fe.