Jesús dijo a sus apóstoles: No teman a los hombres. No hay nada oculto que no deba ser revelado, y nada secreto que no deba ser conocido. Lo que yo les digo en la oscuridad, repítanlo en pleno día; y lo que escuchen al oído, proclámenlo desde lo alto de las casas.
No teman a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma. Teman más bien a aquel que puede arrojar el alma y el cuerpo al infierno. ¿Acaso no se vende un par de pájaros por unas monedas? Sin embargo, ni uno solo de ellos cae en tierra, sin el consentimiento del Padre que está en el cielo. Ustedes tienen contados todos sus cabellos. No teman entonces, porque valen más que muchos pájaros.
Al que me reconozca abiertamente ante los hombres, yo los reconoceré ante mi Padre que está en el cielo. Pero yo renegaré ante mi Padre que está en el cielo de aquel que reniegue de mí ante los hombres.
En tres momentos del evangelio de hoy Jesús proclama que no tengamos miedo. No temer a los hombres; no temer a los que matan la vida; no temer que Dios deje de amarnos. Hay una gran insistencia de Jesús no sólo en este texto sino en todo el Evangelio a no temer. “¡No tengan miedo!” podría ser una de las grandes enseñanzas evangélicas de Jesús.
Sin embargo el miedo es algo cotidiano y muy humano. Algo que nos suele ocurrir y “agarrar”. Más aún hoy de cara a esta pandemia global del COVID-19 del todos sufrimos esta realidad. Por más fe, convicción y opción fundamental que hayamos hecho, hay una parte del corazón que teme, que tiene miedo, que guarda algún resquicio de temor.
El miedo y el temor además de ser terriblemente humanos son también terriblemente entendibles. El miedo es la duda frente a lo desconocido, lo que no sabemos, lo que nos falta comprender. Tememos. Y tememos cosas comprensibles: los hombres, la muerte, la vida sin Dios. En esto se resume también los miedos que enumera Jesús en el evangelio de hoy. Jesús no desconoce nuestra condición humana sino que la siento profundamente suya porque todo él es hombre, varón, que por el mero hecho de compartir nuestra condición, experimenta el temor. Y en su vida se ve el temor a los hombres, sobre todo a los violentos o hipócritas que nunca pudieron entender el mensaje del Reino y su justicia; temor a la muerte, sabiendo que esa versión tristemente edulcorada de nuestra iconografía, de un Jesús más parecido al superhéroe Thor que al carpintero judío de la Palestina del siglo I, le escapó siempre a morir y solamente al final de su vida entendió que si quería dar su vida entera la tenía que entregar por amor. Pero Dios no quiere la muerte. Dios no celebra que Jesús muere en la Cruz. Dios no se regocija con el sufrimiento de Jesús en la peor de las torturas del Imperio Romano; y Jesús teme también a esa duda de que Dios Padre pueda abandonar, o dicho de otra manera, que vivamos una vida sin amor.
Que Jesús experimente esto en carne propia no nos tiene que espantar ni mucho menos. al contrario. Sabemos y creemos que Jesús es uno de nosotros, que se hizo Pueblo y caminando nuestros caminos de humanidad puede entendernos y encontrar en su Corazón solaz y descanso, oasis para el alma y el corazón.
Porque en definitiva el problema no es el miedo o el temor. Eso no lo podemos evitar. Jesús no los evitó y no lo vamos a hacer tampoco nosotros. Lo que sí nos corresponde es hacer uso responsable de nuestra libérrima voluntad y tomar decisiones. Si bien no podemos evitar algunas cosas, podemos decidir con plena lucidez qué vamos a hacer con ellas, cómo las vamos a asumir, cómo queremos vivir esas realidades. Aquí no se trata de no sentir miedo o temor. Se trata más bien y por sobre todo de no vivir a partir de esas realidades. Quizás no seamos libres de sentir o no sentir temor, pero sí podemos ejercer nuestra libertad para no vivir desde ellos, para no definirnos desde ellos, para que no se conviertan en excusa barata para escatimar la vida y no arriesgarse. Eso es lo terrible del miedo: que paraliza. Y cuando lo hace, no podemos hacer nada. Lo peor del miedo y del temor es que nos hacen pensar que la vida se puede tener asegurada y vivir sin asumir ningún riesgo. Esto, además de ser uno de los motores más reconocibles de la cultura burguesa, es mentira. Yo no tengo asegurada la vida. ¡Ni la quiero tener! Porque vivir es justamente correr riesgos, aventurarse, amar, arriesgar, ganar a veces y muchas otras perder, sufrir, recomponerse, rearmarse y volver a sufrir. Lo contrario del temor no se llama valentía; ¡se llama VIVIR! El que quiera asegurarse para siempre la vida sin correr riesgos, sin sufrir, sin llorar, sin amar, sin despeinarse un poco, que sepa que no solo va a sufrir más sino que se va a enfermar. Y enfermar malamente.
No tener miedo no es la inconsciencia de salir a hacer lo que se me da la gana. No tener miedo es hacer uso de mi libertad para arriesgar la vida por el Bien Común, renunciar de una buena vez a mi zona de confort y luchar junto a mis hermanos para construir todos los días un poco, una patria más justa y más fraterna.
No nos demos el privilegio de sentir miedo ni de sentir temor.
En el Corazón de Jesús va mi abrazo y será si Dios quiere hasta el próximo evangelio.
Podcast: Reproducir en una nueva ventana | Descargar