Después de oírlo, muchos de sus discípulos decían: “¡Es duro este lenguaje! ¿Quién puede escucharlo?”. Jesús, sabiendo lo que sus discípulos murmuraban, les dijo: “¿Esto los escandaliza? ¿Qué pasará, entonces, cuando vean al Hijo del hombre subir donde estaba antes? El Espíritu es el que da Vida, la carne de nada sirve. Las palabras que les dije son Espíritu y Vida. Pero hay entre ustedes algunos que no creen”. En efecto, Jesús sabía desde el primer momento quiénes eran los que no creían y quién era el que lo iba a entregar. Y agregó: “Por eso les he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede”. Desde ese momento, muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo. Jesús preguntó entonces a los Doce: “¿También ustedes quieren irse?”. Simón Pedro le respondió: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. Nosotros hemos creído y sabemos que eres el Santo de Dios”.
Hoy en el Evangelio nos encontramos con un momento de crisis muy fuerte. La mayoría de los discípulos van a abandonar a Jesús y se justificarán diciendo que sus palabras son duras, su discurso, inadmisible. No se refieren solo a la idea de comer su carne y beber su sangre; se refieren a todo lo que ha dicho Jesús sobre sí mismo: que es el enviado de Dios, que ha bajado del cielo, que resucitará el último día a quien crea en él, que él es el verdadero pan de vida.
¿Qué es lo que resulta tan duro? En el fondo, comer el cuerpo y beber la sangre de Jesús equivalen a aceptarlo tal como él dice que es. Y eso, la mayoría de los discípulos, no está dispuesto a admitirlo. Lo han visto hacer milagros, pero no están dispuestos a que eso les cambie la vida, les trasforme la manera de ver al mundo, de conocer a Dios de un modo nuevo y de concebirse a sí mismos desde un amor que los compromete por entero.
Si Jesús hubiera aceptado ser rey, como ellos habían pretendido, si se hubiera limitado a hablar de esta tierra y de esta vida, no se habrían escandalizado y lo seguirían. Ellos quieren un Jesús humano, pero no están dispuestos a aceptar que este hombre venga de Dios, que este hombre sea rostro de Dios, no admiten a un Jesús divino.
Quienes abandonan a Jesús, enfocan todo desde un punto de vista humano, carnal, como si la historia se agotara en nuestro pasaje por el mundo, como si no hubiese ni trascendencia ni eternidad; sus deseos se agotan en lo pasajero y cuando viene el tiempo difícil, cuando no se encuentran ya los beneficios que se pretenden, cuando la fe no significa seguimiento y compromiso en el amor, sino la búsqueda de que nos vaya bien, cuando va por ahí la imagen de Dios que buscamos o que nos inventamos, terminamos abandonando al Señor, sin compartir con Él ni sus deseos, ni su modo de vivir, ni su misión.
Quedan los doce con Él, y Jesús les pregunta si «¿También ellos quieren marcharse?», una pregunta que nos deja claro, que el seguimiento es una invitación y no se puede imponer; el que lo sigue al Señor, lo ha de hacer libremente, en las buenas y en las malas. La respuesta inmediata de Pedro, como portavoz de los Doce será: «Señor, ¿a quién iremos? Solo tú tienes palabras de vida eterna».
Quien abrace la fe en Jesús, reconociéndole plenamente hombre y plenamente Dios, quien acepte compartir su vida, alimentándose de Él, uniéndose a Él, quien se anime a vivir procesos de conversión, para salir de miradas egoístas, y renunciar a gastar la vida solo en lo que alimenta al estómago y se agota en este mundo; quien abrace la fe en Jesús, tendrá que aceptarlo como es, y creer en su vida y sus palabras. Será aquella persona que sepa que la fe es un don del que no se puede adueñar y que solo puede aceptar y agradecer; pero será aquella persona, también, con hambre de eternidad, de paz, de amor, justicia, de perdón.
Que Dios nos bendiga y nos fortalezca en esta fe que es seguimiento del Señor.