Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, dijo también esta parábola: “Dos hombres subieron al Templo para orar: uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas’. En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: ‘¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!’.Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”.
Dios no nos quiere perfectos, nos quiere humildes, nos quiere honestos. Desea que nos acerquemos a él tal como somos y que abramos el corazón a su misericordia. Porque todos necesitamos de su amor y su perdón. Todos tenemos nuestros límites y fragilidades, tenemos nuestras fallas y nuestro pecado. Acercarnos a Dios nuestro Padre, es reconocer nuestra verdad necesitada siempre de salvación y es dejarnos redimir por el Señor.
Dios no viene en búsqueda de ideales, sino viene a buscarnos a nosotros, a cada uno, para anunciarnos un camino de salvación que parte de su amor gratuito, y que a todo aquel que lo abraza lo involucra en esta misma vía del amor que se vuelve fraternidad, solidaridad y perdón. Una enorme tentación que podemos tener es aquella de la mirada fantasiosa de sentirnos perfectos y seguros de nosotros mismos, poniéndonos las máscaras que disimulen o nieguen nuestras fragilidades. Esto redundará en centrarnos en nosotros mismos, juzgando a los demás, condenando y despreciando a otros para salir siempre bien parados. Quien actúa así, también distorsiona su imagen de Dios. Piensa que Dios valora sus caretas; que se queda en juicios superficiales, y que promueve los guetos y muros que nos fabricamos para separar a buenos de malos, según nuestros criterios tramposos y egoístas.
En el Evangelio de hoy, Jesús nos llama a bajar de cualquier pedestal que nos hayamos subido y que rompa con nuestra misión de fraternidad. A su vez, nos invita a la autenticidad ante Dios, buscando su amor y su gracia.
Vemos en la parábola a un fariseo y un publicano. Uno conocido por ser cumplidor de la ley; el otro, por colaborar con un régimen injusto. El primero da gracias, pero no es una acción de gracias legítima. Más que agradecer a Dios, casi que tendría que ser Dios el agradecido por tenerlo en sus filas. Se cree mejor que los demás y su agradecimiento es por él mismo, por lo bueno que es y lo cumplidor que ha sido. Creyéndose así, desprecia al publicano, lo juzga y lo condena. Este último, sabiéndose pecador, se siente avergonzado y, arrepentido, de su modo de actuar, pide perdón y lo hace con humildad. Así se encontró con el perdón de Dios, lo que no le sucedió al fariseo. Dios sabe de la complejidad de nuestro corazón, sabe de nuestras luchas, y quiere derramar sobre nosotros su amor y su perdón para que alcanzados por su gracia seamos agentes de la fraternidad del Reino. Que importante es que no sucumbamos a ningún orgullo y soberbia que nos haga sentirnos buenos construyendo muros que nos separen de los demás.
Pidamos la gracia de la honestidad para con Dios y con nosotros mismos, que ella nos permita reconocernos pecadores, amados y llamados a colaborar con Dios en la búsqueda de la fraternidad del Reino. Que Dios nos bendiga y fortalezca.