Los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén en la fiesta de la Pascua. Cuando el niño cumplió doce años, subieron como de costumbre, y acabada la fiesta, María y José regresaron, pero Jesús permaneció en Jerusalén sin que ellos se dieran cuenta. Creyendo que estaba en la caravana, caminaron todo un día y después comenzaron a buscarlo entre los parientes y conocidos. Como no lo encontraron, volvieron a Jerusalén en busca de él. Al tercer día, lo hallaron en el Templo en medio de los doctores de la Ley, escuchándolos y haciéndoles preguntas. Y todos los que lo oían estaban asombrados de su inteligencia y sus respuestas. Al verlo, sus padres quedaron maravillados y su madre le dijo: “Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados”. Jesús les respondió: “¿Por qué me buscaban? ¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?”. Ellos no entendieron lo que les decía. El regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón. Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres.
Qué curioso, hoy, el día de la Sagrada Familia, el Evangelio nos narra un momento de lo que aparenta ser una crisis familiar, cuando Jesús es perdido y hallado en el Templo.
Es cierto que esta narración se enmarca en la descripción de valores fundamentales que vive Jesús en el seno de su familia. Por una parte se nos cuenta que María y José tenían raíces profundas en la tradición religiosa de su pueblo. Por otra parte, al final del relato, se nos dice que Jesús continuó su proceso de crecimiento, viviendo en Nazaret, obedeciendo a sus padres y creciendo en sabiduría, estatura y gracia ante Dios y ante los hombres. Este Jesús que va haciendo un proceso de maduración en su vida, ahora comparte con nosotros un momento de crisis que le determinará su vida para adelante y que afectará la vida familiar.
Jesús se desprenderá de los suyos, pone a Dios primero, dando pasos de maduración, de libertad, de autonomía. José y María sienten que lo han perdido y lo buscan desesperadamente para recuperarlo. Lo encuentran tranquilo, confiado, en contraste con la angustia y desesperación que vivían sus padres, y ante la pregunta de “por qué nos has hecho esto”, la respuesta contundente de este adolescente que se reconoce orientado plenamente hacia Dios: “¿no sabías que debo ocuparme de las cosas de mi padre?
María y José callan, contemplan, acogen este momento de definición de la identidad de Jesús, que va estructurando su personalidad de acuerdo a su misión.
Todos nosotros en las distintas etapas de la vida en la que nos encontramos, podemos preguntarnos por el “A dónde voy y a qué de la vida” y esto nos lleva a vivir caminos de apropiación de nuestra libertad, caminos de desapego de todo lo que nos puede atar o paralizar. Y aquí también entran nuestros vínculos afectivos, que si están orientados hacia Dios que es amor, buscaremos vivirlos en el respeto, la confianza y el compromiso, descartando todo tipo de manipulación queriéndonos adueñar del otro.
Jesús ha hecho una ruptura dolorosa, es como una profecía de la historia de rupturas que le esperan en su vida. Rupturas que surgen cuando alguien asume su propia libertad. Jesús centra su vida en la búsqueda del Padre y de su voluntad. No es una ruptura caprichosa por un berrinche adolescente. Dice algo absoluto y profundo de la vida de Jesús. La vida familiar, cuando buscamos vivirla en sintonía con Dios, implicará acompañar los procesos de crecimiento de cada uno, promoviendo caminos de libertad y autonomía, según la edad de cada uno, bases para la búsqueda personal y comunitaria de la voluntad de Dios. A veces, los mayores quedaremos perplejos, porque el crecimiento de cada uno puede sernos incomprensible y doloroso. Pero habrá que poner la confianza en Dios, esperando que cada uno elija a Dios y al amor fraterno, como centro estructurador de su vida.
Que Dios nos bendiga y fortalezca.