Domingo 27 de Enero del 2019 – Evangelio según San Lucas 1,1-4.4,14-21

jueves, 24 de enero de
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Muchos han tratado de relatar ordenadamente los acontecimientos que se cumplieron entre nosotros, tal como nos fueron transmitidos por aquéllos que han sido desde el comienzo testigos oculares y servidores de la Palabra. Por eso, después de informarme cuidadosamente de todo desde los orígenes, yo también he decidido escribir para ti, excelentísimo Teófilo, un relato ordenado, a fin de que conozcas bien la solidez de las enseñanzas que has recibido.

    Jesús volvió a Galilea con el poder del Espíritu y su fama se extendió en toda la región. Enseñaba en las sinagogas y todos lo alababan.

    Jesús fue a Nazaret, donde se había criado; el sábado entró como de costumbre en la sinagoga y se levantó para hacer la lectura. Le presentaron el libro del profeta Isaías y, abriéndolo, encontró el pasaje donde estaba escrito:

        «El Espíritu del Señor está sobre mí,

        porque me ha consagrado por la unción.

        Él me envió a llevar la Buena Noticia los pobres,

        a anunciar la liberación a los cautivos

        y la vista a los ciegos,

        a dar la libertad a los oprimidos

        y proclamar un año de gracia del Señor».

    Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él. Entonces comenzó a decirles: «Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír».

 

Palabra de Dios


Padre Sebastián García sacerdote del Sagrado Corazón de Betharram

 

El evangelio de hoy nos deja bien en claro cuál ha de ser la misión de Jesús, cumpliendo así lo que ya anunciaba Isaías: “El Espíritu del Señor está sobre mí,

        porque me ha consagrado por la unción.

        Él me envió a llevar la Buena Noticia los pobres,

        a anunciar la liberación a los cautivos

        y la vista a los ciegos,

        a dar la libertad a los oprimidos

        y proclamar un año de gracia del Señor”

La misión de Jesús es clave y manifiesta en un lugar privilegiado el anunciar la Buena Noticia a los pobres. Es decir, Jesús viene al mundo y se encarna para esto: dar a conocer el rostro de Dios, que es ternura y misericordia a los pobres. La misión fundamental de Jesús es aquella que significa su nombre: “Dios Salva”. Jesús se presenta como El Salvador del mundo y del universo entero, pero quiere que este camino de salvación empiece por los pobres, los marginados, los que sienten que la vida les aprieta, los que perdieron la alegría, los que changuean la vida para poder parar la olla cada día mendigando un engrudo de pan.

Así ha de ser entonces la Iglesia. Si verdaderamente somos los seguidores del albañil de Nazaret que vino al mundo para anunciar la buena noticia a los pobres, la Iglesia toda tiene que ser testimonio vivo y fuerte de este amor de Jesús y de su anuncio gozoso del evangelios los pobres. Para eso existe la Iglesia: para evangelizar. No tiene otro fin y no tiene otra misión. La Iglesia existe para anunciar la Buena Noticia a los pobres.

Esto nos puede resultar chocante frente a las innumerables obras de caridad y misericordia que tiene la Iglesia a lo largo y ancho del mundo y la innumerable cantidad de tareas que desarrolla: educación, contención, enfermos, pobres, niños, ancianos, liturgias, eventos, misiones, Cáritas, ad gentes, migrantes, celebraciones, comedores, escuelas, centros de formación, clubes, hospitales, centros de atención de salud, duchas…

¡Cuánto hace la Iglesia por los pobres de este mundo! Sin embargo no tenemos que olvidarnos de que sí hacemos todo esto lo hacemos conforme a la misión de Jesús: para evangelizar, es decir, para descubrir el rostro de un Dios derretido en caridad a todos los varones y mujeres que caminan a diario los caminos de este mundo. Ese es el fin de todo cuanto hacemos. Hacer más digna la vida de millones de personas es verdadera evangelización si tiene por fin presentar el rostro de Jesús y el amor de su Corazón por cada uno de nosotros.

Esto lo digo por dos motivos que me parece se pueden convertir en deformadas interpretaciones de la misión evangelizadora de Jesús. El primero es que de por sí, no corresponde a la Iglesia hacer todo lo que hace, sino que, siguiendo el principio de la Doctrina Social de la Iglesia que nos enseña la subsidiariedad, hacemos pie donde el Estado no lo hace; nos hacemos presente por un Estado ausente que además no acusa recibo de su ausencia. De por sí la Iglesia no es la responsable de darle de comer a la gente. Es el Estado. A Estados ausentes, creyentes presentes con alma y corazón para servir y anunciar a Jesús, haciendo más digna la vida de millones de hermanos sumergidos en el dolor, la angustia, la tristeza. 

Lo segundo, es evitar entrar en la tentación de que todo lo que hacemos no sea para evangelizar. Entonces se crea un espiral de necesidad del otro para que “nuestras obras” puedan existir. Así corremos el riesgo de caer en el esquema de asistencialismo y beneficencia que no favorece el desarrollo integral de la persona. Es como decir: “necesitamos que haya pobres para poder ayudarlos”. Pero no queremos que dejen de ser pobres. Esto no es cristiano. Ni por asomo. No tiene nada que ver con el Evangelio de Jesús ni la evangelización. Nada que ver con liberar cautivos, dar vista a los ciegos, anunciar un año de gracia. Si lo que vamos a hacer tiene que ver con actividades en relación a la caridad y a la solidaridad, hagámoslo no para sentirnos bien nosotros, sino para poder compartir nuestra vida, lo que somos y tenemos con nuestros hermanos más pobres, luchando junto a ellos para que salgan adelante, empoderados, y sean ellos los que puedan trazar su propio destino. Y así dar verdadero cumplimiento a la voluntad de Dios.

Seamos coherentes con la misión de Jesús. Seamos la Iglesia que Él sueña. No por el mero hacer, sino por hacer presente, no con palabras sino con obras, un mensaje de salvación.