Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, los pueblos serán presa de la angustia ante el rugido del mar y la violencia de las olas. Los hombres desfallecerán de miedo por lo que sobrevendrá al mundo, porque los astros se conmoverán. Entonces se verá al Hijo del hombre venir sobre una nube, lleno de poder y de gloria. Cuando comience a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza, porque está por llegarles la liberación”. Tengan cuidado de no dejarse aturdir por los excesos, la embriaguez y las preocupaciones de la vida, para que ese día no caiga de improviso sobre ustedes como una trampa, porque sobrevendrá a todos los hombres en toda la tierra. Estén prevenidos y oren incesantemente, para quedar a salvo de todo lo que ha de ocurrir. Así podrán comparecer seguros ante el Hijo del hombre”.
La pregunta por el sentido de la vida es fundamental para todos nosotros. Quizás sea la pregunta más importante que todos nos debemos hacer. La respuesta que cada uno de nosotros se dé, si lo hacemos honestamente y con coherencia, determinará no solo nuestras elecciones, sino también, nuestro modo de caminar en la vida, nuestras búsquedas, nuestra apertura o cerrazón a la esperanza. Hoy nos disponemos a comenzar este nuevo año litúrgico, celebrando este primer domingo de Adviento. Comenzamos a prepararnos para la fiesta de la Navidad, haciendo presente que nuestra vida en esta historia no es eterna, que el fin de nuestros pasos por este mundo y este tiempo, es algo que vendrá, inesperadamente, más acá o más allá.
Vivimos de muy distintas maneras esta realidad del fin y de la muerte. Algunos de nosotros evitamos pensar en ello, le damos la espalda y vivimos la vida sin dejarnos interpelar por este límite tan grande. No abrimos nuestro corazón a preguntas hondas y así nos cuesta tomarnos también la vida en serio, quizás dejándonos llevar por impulsos y deseos que más bien nos distraigan de nuestras responsabilidades hacia el bien de nosotros mismos y hacia el bien de los demás.
Otros sí hacemos presente el límite de la muerte y del fin de la vida de cada uno o de la de todos, pero lo hacemos desde el miedo, centrándonos en signos calamitosos, catástrofes naturales, pandemias, corrupciones sociales… y tantas cosas más, empujando al miedo, a la ira, a la condena, sin luz, sin poder respirar hondo ni poder sacar lo mejor de nosotros mismos para el bien común. Pero el Evangelio nos invita a una tercera actitud, nos llama a la esperanza y a la confianza en el Dios bueno y liberador, que así como vino hace 2000 años, en la presencia humilde del Dios hecho hombre, que nació en pobreza y fragilidad, necesitado de amor y de cuidado. Vendrá al final de los tiempos, ya en el momento de la muerte de cada uno de nosotros ya en el final definitivo que nadie sabe cuándo será, pero vendrá a liberar a reconciliar, a sanar. Ese Dios que nació hace más de 2000 años en el pesebre de Belén y que nos espera al final del camino, está presente hoy en nuestra historia y sigue caminando entre nosotros, viene en cada momento buscando que abramos el corazón a la esperanza, a la alegría, a la valentía de vivir con sentido abriendo nuestro corazón al amor, buscando vivir en esta historia la fraternidad del Reino.
Que este tiempo de Adviento sea para todos nosotros tiempo de reflexión y conversión, para que podamos liberarnos de todo lo que nos aplasta y oscurece nuestra mirada y nuestra actitud frente a la vida. Y busquemos los caminos que nos ayuden a confiar plenamente en Dios y a alzar la cabeza y encender nuestro corazón a la esperanza, porque este camino de la historia, nuestro tiempo en este mundo, es siempre oportunidad para madurar, para liberar, para amar.
Que Dios nos bendiga y fortalezca.