Domingo 29 de Diciembre del 2019 – Evangelio según San Mateo 2,13-15.19-23

jueves, 26 de diciembre de
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Después de la partida de los magos, el Ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y permanece allí hasta que yo te avise, porque Herodes va a buscar al niño para matarlo”.

José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto.

Allí permaneció hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que el Señor había anunciado por medio del Profeta: Desde Egipto llamé a mi hijo.

Cuando murió Herodes, el Angel del Señor se apareció en sueños a José, que estaba en Egipto, y le dijo: “Levántate, toma al niño y a su madre, y regresa a la tierra de Israel, porque han muerto los que atentaban contra la vida del niño”.

José se levantó, tomó al niño y a su madre, y entró en la tierra de Israel.

Pero al saber que Arquelao reinaba en Judea, en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allí y, advertido en sueños, se retiró a la región de Galilea, donde se estableció en una ciudad llamada Nazaret. Así se cumplió lo que había sido anunciado por los profetas: Será llamado Nazareno.

 

 

Palabra de Dios


Padre Sebastián García sacerdote del Sagrado Corazón de Betharrám

 

La celebración de la Solemnidad de la Sagrada Familia, en este Ciclo A, pone de relieve uno de esos  rasgos que muchas veces no solemos tener en cuenta y es el exilio. Herodes busca deshacerse de Jesús por envidia y por no poder soportar que naciera un genuino rey que liberase a Israel de todos sus pecados. Es tanta la embriaguez del propio yo de Herodes que busca matar un niño. Por eso, revelado en sueños, José recibe la orden de emigrar a Egipto y llevarse consigo a María y a Jesús.

Es como si no nos bastara la pobreza del pesebre de un Dios que se despoja de su divinidad y la esconde, naciendo pobre entre los pobres para enriquecernos, que inmediatamente después de esta pobreza se vuelve la pobreza de la migración. Jesús ni siquiera puede permanecer en su patria. Tiene que exiliarse a otra tierra. Nada más ni nada menos que a Egipto. Sí. Ese lugar de tanta opresión que nos cuenta el Antiguo Testamento, donde en tiempos de faraones que no conocieron a José, decidieron oprimir, marginar y explotar al pueblo de Israel. Allí tiene que volver Jesús. Tanto es el querer despojarse de todo de parte del Hijo de Dios, que hasta se despoja de su patria y se refugia en un país donde sus antepasados vivieron una de las peores opresiones de la historia. En el evangelio de hoy, Jesús se vuelve migrante.

La migración es una de las nuevas pobrezas que muchas veces nos cuesta reconocer y vivir. Va desde los movimientos internos de trabajadores y trabajadoras que dejan su casa y su familia para ir por temporadas a trabajar en otra provincia o en otra ciudad, hasta aquellos que por enemistades, guerras, muertes, atropello de todo tipo de derecho, tienen que dejar su casa, su hogar, su pertenencia, su tierra, su origen, su historia. La migración se está convirtiendo en uno de los grandes males del siglo XXI y por eso tiene que ser uno de los grandes desafíos de la Iglesia, si quiere seguir siendo profética. Es muy duro tener que aceptar permanentemente nuevos comienzos en nuevos lugares donde uno llega “solo con lo puesto” y no conoce ni la cultura, ni las tradiciones, ni la historia de aquel nuevo lugar. Se hace difícil la esperanza. Familias enteras destruidas por el flagelo de la migración que genera que dos miembros de una misma familia quizás no se vuelvan a encontrar nunca. Es el trashumante peregrinar nuestra condición humana, sin poder encontrar lugar para permanecer y desarrollarse, negando todo derecho a Tierra, Techo y Trabajo.

De esta manera, la Encarnación de Jesús, haciéndose historia y Pueblo, asume la migración. Él también se vuelve un apátrida que tiene que irse a la tierra de opresión de sus ancestros.

Y así también la redime. Porque es desde Egipto que vuelve a Israel. Pero no va a los grandes centros urbanos, los imponentes e importantes. Pasa de largo por Jerusalén. Pasa de largo por Jericó. Viaja al norte, bien al norte, a una de las más desprestigiadas provincias, Galilea, a una de las más desprestigiadas aldeas, Nazaret. Jesús es de Nazaret. Así será conocido. Por ser de la periferia. Por haber desarrollado durante treinta años el trabajo de un albañil, obrero, artesano, carpintero; ganándose el pan como cualquier hijo de vecino. Este rasgo no hay que dejarlo pasar. Jesús sigue despojándose de su condición de Dios. Del seno de la Trinidad, al seno de la Virgen. De Nazaret a Belén. De Belén a Egipto. De allí a Nazaret. Habitante de la periferia geográfica y existencial, pasa por uno de muchos, para asumir la vida de todos y que ninguna de todas las situaciones humanas, por inhumanas que sean, encuentren en Dios no solo consuelo, sino verdadera liberación.

Porque decir que nada de lo humano le es ajeno a Dios, no significa de ninguna manera que Dios tan solo se compadece de esto. Este pensamiento es altamente peligroso y narcotizador de las conciencias: si nuestra fe cristiana no nos lleva a que si todas las realidades humanas han sido asumidas por Jesús y esto no implica la lucha por un verdadero cambio social, una promoción humana de la persona, el activar todos los medios y dispositivos para generar una oportunidad de cambio y transformación de la realidad, no será verdaderamente cristiana. No se redime lo que no se asume.

Que esta Solemnidad de la Sagrada Familia, errante y peregrina, migrante y oprimida nos lleve no solo a hacer memoria de las millones de familias que padecen esto en el mundo, sino también en una clara defensa de la vida, para no ser más manoseada y explotada a los antojos de la Cultura de la muerte, el descarte y el consumo.