Jesús tomó la palabra y dijo: Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana.
Esta Palabra de Jesús quizás puede llegar hasta el fondo de nuestro corazón y ¡qué bueno sería! Porque hoy, muchos de nosotros como sociedad, como Iglesia como Patria y Pueblo, nos sentimos afligidos y agobiados. En medio de esta pandemia del COVID-19, que nos tiene en vilo y nos encierra a muchos de nosotros en nuestros hogares, sentimos el peso del cansancio y del agobio. Casi lo queremos -y creo que lo necesitamos- gritar. Hoy verdaderamente nos podemos poner de aquellos a los que Jesús les dedica estas palabras.
Hoy entonces podamos leer este evangelio en clave personal. Hoy Jesús me dice: “a vos qué estás afligido y agobiado, vení. Dame tu yugo que yo lo quiero cargar”.
Jesús va a esas partes de nuestra vida donde muchas veces no nos gusta ir; que son nuestros conos de sombra, que forman parte de nuestra condición humana pero qué tiene que ver con lo débil o con la miseria, con lo que sacó afuera, como dice el papa Francisco, esta pandemia. Que quizás también tienen que ver con los fracasos y las cosas que nos cuesta aceptar de nuestra vida. Muchas veces nosotros nos miramos a nosotros mismos, miramos nuestra vida, miramos nuestro caminar. Muchas veces nos sentimos cansados y agobiados. Muchas veces se nos hace difícil cargar con nuestros dolores, nuestras ausencias, nuestros sufrimientos. Muchas veces el camino es largo y nos perdemos. Muchas veces no sabemos adónde ir. Muchas veces sentimos el peso y el paso del tiempo. Muchas veces nos cansamos hasta de llorar.
Hay veces en que la vida se nos hace triste y se escucha en el eco de nuestro corazón la tentación a bajar los brazos y dejar de luchar, abandonar el camino, dejar de esperar y de confiar.
Muchas veces el dolor nos consume por dentro; no solo el nuestro, sino también el eco del grito de un montón de hermanos y hermanas que sienten la vida y la fe amenazadas. Son los gritos de los pobres, los marginados, los explotados, los que están solos, tristes y finales, los sobrantes de hoy…
Yo creo que es una linda oportunidad la que nos da el Evangelio de poder entregárselas a Jesús, de poder decir: “Señor, hoy te quiero contar cuáles son las cosas que me afligen y cuáles son las cosas que me agobian. Señor hoy tengo ganas de que hablemos de corazón a Corazón…”
Es por eso que suena cada vez más fuerte esta invitación de Jesús: vayamos a Él, busquemos en su Corazón calor de hogar, volvamos a su humanidad para sentirnos nosotros cada vez más hombres.
Este “ir a Jesús” no tiene nada que ver con esconderse, huir o escaparse del mundo. No tiene nada que ver con dejar, abandonar y bajar los brazos. ¡Es justamente todo lo contrario! Es un replegarse en la vida para que Aquel que tiene Vida Eterna nos dé más vida; vida que no se guarda, sino que está llamada a entregarse cada vez más por amor. La vida nueva que nos regala Jesús no tiene nada de autorreferencial sino que va en sentido contrario: hacer un alto en la vida para poder ganar más vida y entregarla por amor en el servicio a los demás.
Si “ir al Corazón de Jesús” va a ser escape, huida o abandono, estamos equivocándonos. No vamos a encontrar vida: vamos a encontrar una mera ilusión; efímera, mentirosa y casual. No vamos a buscar refugio en el Corazón de Jesús para escaparnos de la realidad, sino todo lo contrario: para poder encarnarnos en la realidad cada vez más y cada vez por amor.
Ese encuentro con el Corazón de Jesús se puede dar en la Palabra, la oración, en la meditación personal, en los tiempos de retiro, en la contemplación de la naturaleza como Madre-Tierra, en el servicio a los más desamparados de nuestro tiempo. Sea como sea, que no sea escape. Porque el cristiano de veras no le escapa a la vida. Esto es cobardía. ¡Y nosotros no somos cobardes! ¡Nosotros no nos podemos permitir el privilegio de sentir temor y abandonar! ¡Nunca! Porque la fuerza que nos alimenta es la misericordia y la ternura de Dios.
Vayamos de nuestro corazón al Corazón de Jesús, pero no para evadirnos de lo que somos y de la realidad; sino para tomar fuerzas, renovarnos, mirarlo a Él y dejar que nos sane, salve, restaure y libere. Y así, meternos cada vez más en una realidad que nos exigen un profetismo nuevo para seguir apurando la llegada del Reino y así vivir definitivamente como hermanos.
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