Jesús fue al monte de los Olivos. Al amanecer volvió al Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y comenzó a enseñarles.
Los escribas y los fariseos le trajeron a una mujer que había sido sorprendida en adulterio y, poniéndola en medio de todos, dijeron a Jesús: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés, en la Ley, nos ordenó apedrear a esta clase de mujeres. Y tú, ¿qué dices?»
Decían esto para ponerlo a prueba, a fin de poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, comenzó a escribir en el suelo con el dedo.
Como insistían, se enderezó y les dijo: «El que no tenga pecado, que arroje la primera piedra.»
E inclinándose nuevamente, siguió escribiendo en el suelo. Al oír estas palabras, todos se retiraron, uno tras otro, comenzando por los más ancianos.
Jesús quedó solo con la mujer, que permanecía allí, e incorporándose, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Alguien te ha condenado?»
Ella le respondió: «Nadie, Señor.»
«Yo tampoco te condeno, le dijo Jesús. Vete, no peques más en adelante.»
Ya de cara a la Pascua, terminando la Cuaresma como camino en el que se nos invita a transitar la conversión del conversión y la transformación de la mente, la liturgia nos regala uno de los textos más paradigmáticos del evangelio. Porque es de esos que como pocos, sintetizan el espíritu religioso que Jesús habría vivido, y que permaneció, como modo de vivir la fe, en la memoria de las primeras comunidades. El relato nos pone de lleno frente a un Dios que es todo Él Reconciliación y Perdón, todo Ternura y Misericordia.
Así, los gestos, silencios y palabras de Jesús ante la mujer, difieren absolutamente de los nuestros, tanto en el plano personal como en el comunitario. Jesús es el Maestro Profético de una Buena Nueva que en lo referente a lo íntimo y personal, antepone a cualquier concepción humana, la propia libertad y la propia conciencia.
Jesús se opone a la dureza antievangélica de los letrados y fariseos, a los corazones enquistados sobre sí mismos. Y se pone del lado de las víctimas. Quien será víctima en el calvario se pone en el lugar de todas las víctimas, por Él mismo se hace víctima por nosotros. Y esto lo hace para ponerse del lado de la Vida. En este caso es la vida de una mujer. Ya no importa si es o no inocente, pero que sí, está siendo maltratada por un sistema de dominación, el de los hombres. Y para colmo, de un sistema que se autoproclama en el nombre de Dios.
Podemos decir qué hay un doble juicio de Jesús. A los acusadores que ya recogieron sus piedras les devuelve su pecado: “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra…” Y por eso, su sistema, el de la Misericordia, contempla el mal sobre todo por el lado de las víctimas, termina haciendo -su otro juicio- de la acusada, una víctima.
Entonces podríamos preguntarnos. ¿A la salvación que trae Jesús de parte de Dios, no le interesa la justicia? ¿Deja inmune a los culpables? Una cuestión compleja ante la que quizás tengamos que aventurar como respuesta que la lógica de Dios pasa por otro lado, precisamente no por el castigo, sino por la salvación de todos: víctimas y culpables a la vez. Por eso el texto termina siendo tan bestial en sus consecuencias.
En efecto, la Misericordia del Evangelio -esa de la que como Iglesia a veces permanecemos tan lejos porque preferimos seguir tras modelos éticos y morales de convivencia cerrados, acabados, sin posibilidades para los desafíos de la propia libertad y de la propia conciencia- al tener una lógica que no es la nuestra, evidentemente tira abajo todos nuestros parámetros de moralidad. Y ni qué decir de esa religiosidad tan de nuestras comunidades, que nos ha hecho caer en la ética religiosa como absoluto, cuando el Evangelio no se reduce a una ética, es más que eso.
El mensaje de hoy también exige a nuestras comunidades tener la suficiente honestidad de superar las propias hipocresías: su tirar piedras donde quizás no tenga sentido hacerlo, y reconocer de una vez por todas que lo que separa de Dios y nos aísla de los hermanos no pasa por los comportamientos de índole sexual.
Así, los gestos de Jesús, pedagógicamente nos invitan a la acogida, a llamar a las cosa por su nombre y a obrar con misericordia: dando al otro la posibilidad de la responsabilidad según la propia conciencia y libertad. Una conciencia y libertad que la Iglesia, debe asumir con respeto. Esto en orden a que existen múltiples criterios y ámbitos de formación de lo humano, con lo cual debe dejar de insistir en querer seguir siendo una super conciencia desde unos criterios de autoridad y verdad que ya no son, de sus fieles y el mundo.
Hoy, muchos en la Iglesia, e infinidad fuera de ella, no necesitan piedras, sino corazones misericordiosos, manos amigas, que signifiquen incondicionalidad ante la propia libertad y la propia conciencia. Los dibujos de Jesús en el suelo crearon ante la mujer y sus acusadores un silencio penetrante e inquietante. Un silencio capaz de poner en evidencia la trágica parodia que, desde la falsa fe, vivimos cuando nos creemos diferentes y queremos meter a todo el mundo en nuestro propio saco. Que el significado de esos dibujos entre entonces en nuestros corazones y nos renueve en lo personal y eclesial, en este final de Cuaresma.
*Reflexión elaborada en base a un escrito de Sergio López
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