[Imagen del Instagram @corxalexart]
Había una vez un Dios que se hizo árbol frutal. Mientras vivió dio frutos.
Un día de invierno el Mal cansado de no comprender cómo un Dios omnipotente se hacía árbol para poder casi nada, indignado ante semejante desnudez, decidió acabar con él. Nunca pudo comprender la lógica de la presencia constante y desinteresada, eso de ser sombra, refugio y hogar de tantos y vivir siendo alimento sin pedir nada a cambio, aceptándolo todo: el sol, el frío, la compañía, la soledad, la vida y la muerte.
Entonces, impulsado por sus enojos mal encauzados y su incomprensión ante lo diferente, mató el árbol sin compasión, en absoluta indiferencia por la Vida que latía. Creyó, equivocadamente, que ese era el fin. Pero no, en medio del extenso campo, casi imperceptible ante la inmensidad del espacio, yacía una semilla.
Un pajarito que solía comer del árbol de la Vida encontró la semilla y en lugar de guardarla para sí, decidió plantarla. Se encargó de su cuidado. Esperó paciente un brote. Más de una vez, dudó de su capacidad para llevar a cabo tan noble tarea: la de hacer florecer la Vida. Sin embargo, al tiempo entendió que todo estaba dispuesto de modo tal para que la Vida emergiera a su debido tiempo. El aire, el sol y la lluvia se enlazaban y parecían danzar como lo hacen las cosas teñidas de eternidad.
Poco tenía que hacer el pajarito, tan solo no obstruir el camino, no detener el proceso, no angustiarse ante la incertidumbre. Decidió posarse en una ramita y confiar. Para su sorpresa y su alegría, otro pajarito se le acercó para quedarse con él. Para ese entonces ya sabía que quedaban muchas noches y muchos soles para que la semilla fuera árbol, pero no le preocupaba. La certeza de saber que la espera sería compartida le daba gran serenidad.
Se posaron uno de cada lado y contemplaron la Vida en camino.
Un día, el menos pensado, los sorprendió un brote débil pero real y, por tanto, prometedor. Asombrosamente, toda esa debilidad prometía convertirse en fuente de Vida, ser casa de todos, hacerse alimento, darse sin medir y nunca morir porque el Amor no muere, porque la semilla de Dios da fruto y la debilidad se convierte en hogar de muchos.
Colorín colorado, esta historia está siempre comenzando y en Dios nuestra vida resucitando.