Hay gente buena en la vida. Personas sencillas que se han acostumbrado a pensar en el otro, en los otros, y han optado por dedicar su tiempo, sus energías, su corazón, a sembrar bienestar, a compartir alegría, a desvivirse un poco por los demás. Quizás esa opción ni siquiera sea consciente. Sencillamente, han aprendido a mirar el mundo de otra manera, con otra perspectiva. Seguramente, si te paras a pensarlo, en tu vida también te has encontrado con gente así. No piden recompensa ni aplauso, ni elogio, aunque todo ello lo merecen. No se dan importancia, no hacen un drama enorme de lo que no funciona, ni restriegan a los demás cuanto hacen. Se ríen, seguramente, un poco de sí mismos y otro poco de las tonterías de este mundo. Son admirablemente capaces de ponerse en el lugar de otros. Y por eso, cuando estás con ellos, te hacen sentir que tu vida puede ser mejor y que tu vida importa. No juzgan ni comparan. ¿Tienen también sus flaquezas? Seguro. ¿Quién no las tiene? Aman, claro está. Con diferentes intensidades, como hacemos todos. Son las personas a las que otra gente no duda en acudir, porque siempre tienen un “sí” en los labios. Los hay alegres, y los hay refunfuñones. Los hay viejos y jóvenes, hombres y, sobre todo, mujeres. Esa gente es bendición y tesoro de este mundo nuestro. Posiblemente no subirán a los altares, pero, desde la de, ¡claro que son santos! Los santos cotidianos. Los de todos los días. Todos los santos de nuestro mundo. Vidas que reflejan esa Vida de Dios, que ama sin artificio ni publicidad. Gente anónima de historias admirables. Y, ante ellos y por ellos, solo podemos dar gracias e inclinar la cabeza con respeto y reverencia, porque en sus rostros asoma Dios.
José María Rodríguez Olaizola