La tentación de las condiciones

lunes, 7 de julio de

(Génesis 28, 10-22a – Mateo 9,18-26)

Jacob y José sueñan. Jacob está escapando de Esaú. José, a punto de abandonar a María.
A Jacob le habla el mismo Dios, ratificando la promesa de la que él se había apropiado con engaños.
José «que era un hombre justo y no quería denunciar [a María] públicamente, resolvió abandonarla en secreto. Mientras pensaba en esto, el Ángel del Señor se le apareció en sueños…» (Mt 1, 29-20). Y le cree al mensajero.

Jacob, en cambio, a pesar de comprender la revelación de la vigencia de esa alianza iniciada por Dios —«Verdaderamente el Señor está en este lugar y yo no lo sabía…; no es sino la casa de Dios y la puerta del cielo» (Gn. 28, 16-17)— y de nombrar al lugar Betel, que significa «Casa de Dios», pone condiciones: «Si Dios me acompaña y me protege durante el viaje que estoy realizando, si me da pan para comer y ropa para vestirme, y si puedo regresar sano y salvo a la casa de mi padre, el Señor será mi Dios. Y esta piedra conmemorativa que acabo de erigir, será la casa de Dios».

Se le ha revelado, le ha dado nombre y, sin embargo, pone peros. Es una fe con condiciones bien detalladas. ¿Responde esto a su propio carácter? Él ha engañado, por lo que no confía. ¿O en la etapa del plan de salvación en que se inscribe su historia solo era concebible aún una relación con Dios entendida como alianza recíproca, en la que la fidelidad y la veneración se subordinaban a la experiencia previa de protección y cuidado? Jacob no negará a Dios, pero solo lo aceptará como tal si cumple con sus «condiciones»: «el Señor será mi Dios».

¿Cuántas veces te sentís como Jacob, con ganas de ponerle puntos a Dios para manejar su plan según tus gustos?

Es muy fácil caer en esa tentación. La de las subordinadas condicionales: subordinar Su voluntad a nuestros «si me das», «si me cumplís», «si consigo…». Acá sí nos ponemos exigentes con la sintaxis.

Pongamos, ahora sí, un «sin embargo»… Sin embargo, los mejores ejemplos vienen de los más humildes. En el Evangelio, una mujer enferma, humillada y excluida por sus hemorragias durante doce años, y un pagano, padre de una niña también de doce años, muestran la plenitud luminosa de la fe. Ninguno de los dos cuestiona o entiende, nada racional o especulativo hay en sus acciones. No tienen salida. Es el salto de fe o el vacío. Y ni siquiera consideran el vacío.

La necesidad los llevó a aceptar la gracia sin condiciones. Fue su única esperanza. El corazón amoroso de Cristo derramándose sobre sus dolores y devolviéndoles la vida. Reponiéndolos a su condición humana plena de mujer y de padre.

La relación de Jacob con Dios es pragmática, inmadura tal vez. La mujer y el centurión no negocian, no intercambian, simplemente creen en el poder y en la voluntad de Jesús. No ponen peros.

Pidamos para que, en nuestra fragilidad, podamos imitar la humildad y entrega de la hemorroísa, abriéndonos con confianza a la voluntad amorosa de Dios.