Hay ciertos rituales que me humanizan. El abrir las ventanas, el preparar el mate, el regar serenamente las plantas. No es para mí lo mismo hacerlo o no porque yo vivo diferente. No es lo mismo darme tiempo para desayunar y rezar que saltar de la cama y entregarme a la vida sin conciencia.
Un ritual es una costumbre con significado. Es ritual mi cabeza en el hombro de mi padre, ritual de descanso, de acogida, de hogar, de encuentro. Es ritual de humanidad el mate compartido y la escucha atenta de lo que el otro es. Es signo de afecto el abrazo de reencuentro con la gente querida. Es ritual para mí contemplar lo amado. Preparar el pesebre y el pino es para mí ritual de cuidado, de ternura, de entrega. Es rito el sentarme frente al altar, descalza, en contacto con la tierra, desprovista de prisas y ruido y desde allí, desde el Amor, contemplar en perspectiva mi vida y mi corazón. Lo que me humaniza es a menudo lo “no productivo”, no es el “hacer” carente de conciencia sino el ser (y en todo caso, el hacer siendo), lo gratuito, lo que no se puede comprar, ni medir.
Lo que me humaniza es para algunos una pérdida de tiempo. Sin embargo, mi humanidad no late al ritmo de un tirano reloj sino del corazón que me hace ser quien soy.