Seguían a Jesús grandes multitudes, que llegaban de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania. Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a Él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: “Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los afligidos, porque serán consolados. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron.”
El hombre ha experimentado siempre una profunda necesidad de encontrarse con Dios, de interrogarlo, de conocer sus pensamientos, de descubrir sus designios. Pero ¿dónde encontrarlo? ¿Dónde poder tener una cita con Dios? En tiempos antiguos se pensaba que el lugar ideal era la cumbre de los montes. Mateo coloca el primer discurso de Jesús en un monte. El monte del que habla Mateo no hay que entenderlo en sentido geográfico, sino en su significado teológico. Más que un lugar concreto, el “monte” es cualquier lugar o momento en que nos abrimos a la palabra de Dios.
Podemos visualizar la escena: Jesús abandona la llanura. Es como si abandonara la tierra donde se mueven las personas “normales” que siguen la lógica de este mundo, es decir, aquellas que se rigen por la “sabiduría” y la astucia mundana, esa “sensatez” maligna que lleva a razonar así: “la salud lo es todo”; “lo que cuenta es el éxito”; “dichoso aquel que posee una abultada cuenta bancaria”; “feliz quien puede viajar, divertirse, quien no se priva de ningún placer”; “a mí lo que me interesa es el sexo”; ¿sacrificarse, practicar renuncias en favor de los demás? !Ni pensarlo!”.
¿Podrá llegar a ser una “persona realizada” quien hace suyas semejantes propuestas de vida? ¿Qué piensa Dios de todo esto?
Para no correr el riesgo de desperdiciar nuestra existencia es necesario también conocer la opinión de Dios. Subamos hoy, pues, con Jesús al monte para escuchar sus propuestas de felicidad, de éxito, de bienaventuranza. Serán propuestas desconcertantes, incluso insensatas para quienes tienen la mente absorbida por las propuestas sugeridas por la “sabiduría” de este mundo. Ya que la primera de las bienaventuranzas es programática respecto a las demás, tratemos de entenderla.
Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos
Es casi imposible enumerar las diversas interpretaciones de esta bienaventuranza. Algunos la han banalizado sosteniendo que se refiere a los miserables, a los pordioseros, a los mendigos. Serían éstas las personas ideales en que Dios se complace y, por tanto, habría que dejarlas en las condiciones en que viven; es más, todos tendríamos que llegar a ser como ellas. Se trata evidentemente de una interpretación absurda, desviada, contraria a todo el resto del Evangelio. La comunidad cristiana ideal no es aquella en que todos son indigentes, sino aquella en la que “no hay ya ningún pobre” (Hch 4,34). Otros piensan que los “pobres de espíritu” son aquellos que, aun poseyendo bienes materiales, no están apegados a ellos. Hay quien cree que los pobres son bienaventurados porque dejarán pronto de serlo. Entre tantas posibles interpretaciones, las hipótesis serias, sostenidas por diferentes y óptimos estudiosos, son al menos una docena. ¿Cuál es la justa?
Sabemos lo que significa ser pobre, es decir, no poseer cosa alguna. ¿Sabemos, sin embargo, lo que significa de espíritu? Frente a la riqueza, Jesús nunca ha mostrado actitud de desprecio. No obstante, aunque no la haya nunca condenado, Jesús la ha considerado siempre como un obstáculo peligroso para entrar en el reino de los cielos (cf. Mt 19,23). A quien quería seguirlo, le ha pedido la renuncia a todos los bienes: “quien no renuncie a sus bienes no puede ser mi discípulo” (Lc 14,33).
Es, pues, en este contexto de exigencia irrenunciable de dejar todo y de compartir con los pobres lo que se posee, donde hay que leer y entender esta bienaventuranza.
Jesús no exalta la pobreza como tal. Añadiendo lo específico de espíritu, aclara que no todos los pobres son bienaventurados. Deben considerase tales solamente aquellos quienes por decisión libre se despojan de todo. Pobres de espíritu son aquellos que deciden no tener nada para sí mismos y de poner todo a disposición de los demás.
Pero, atención: pobre según el evangelio no es aquel que nada posee, sino quien no retiene nada para sí, que no es lo mismo. Quizás algunos ejemplos nos puedan ayudar a comprenderlo. El propietario de una gran empresa puede ser rico o pobre. Será rico si utiliza todo lo que gana de su actividad empresarial en satisfacer sus caprichos y los de sus familiares. Es pobre (aun poseyendo grandes capitales) si vive de manera digna; no derrocha nada en cosas superfluas; gestiona su riqueza preocupándose de las necesidades de los más débiles; invierte su dinero para crear nuevos puestos de trabajo…
Quien ha alcanzado una posición social de prestigio es rico si se comporta con arrogancia y altivez; humilla a los menos afortunados; piensa solamente en sí mismo. Si, por el contrario, pone su capacidad y sus dotes al servicio de los demás, si está disponible para quien tenga necesidad de su ayuda es pobre de espíritu.
Aunque sea miserable, una persona puede no ser “pobre de espíritu”. No lo es si se maldice a sí mismo y a los otros; si intenta mejorar su posición social por medio de la violencia y el engaño; si piensa liberarse en solitario, desinteresándose de los demás.
La pobreza voluntaria, la renuncia al uso egoísta de los bienes que se poseen (inteligencia, buen carácter, conocimientos, títulos académicos, posición social, dinero, tiempo libre…) no es asunto de libre opción o consejo reservado solo al algunos con vocación de héroes o para quienes quieren ser más perfectos que los demás. Es una exigencia para todo cristiano, pues esto es justamente lo que nos distingue como cristianos.
Y vos que sos un discípulo de Jesús, te quedaste todavía con el mínimo e indispensable que marcan los 10 mandamientos o te animas a vivir las bienaventuranzas?
¡Hasta la próxima!
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