Cuando Jesús terminó de decir todas estas cosas al pueblo, entró en Cafarnaún. Había allí un centurión que tenía un sirviente enfermo, a punto de morir, al que estimaba mucho. Como había oído hablar de Jesús, envió a unos ancianos judíos para rogarle que viniera a curar a su servidor. Cuando estuvieron cerca de Jesús, le suplicaron con insistencia, diciéndole: “El merece que le hagas este favor, porque ama a nuestra nación y nos ha construido la sinagoga”. Jesús fue con ellos, y cuando ya estaba cerca de la casa, el centurión le mandó decir por unos amigos: “Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres en mi casa; por eso no me consideré digno de ir a verte personalmente. Basta que digas una palabra y mi sirviente se sanará. Porque yo -que no soy más que un oficial subalterno, pero tengo soldados a mis órdenes- cuando digo a uno: ‘Ve’, él va; y a otro: ‘Ven’, él viene; y cuando digo a mi sirviente: ‘¡Tienes que hacer esto!’, él lo hace”. Al oír estas palabras, Jesús se admiró de él y, volviéndose a la multitud que lo seguía, dijo: “Yo les aseguro que ni siquiera en Israel he encontrado tanta fe”. Cuando los enviados regresaron a la casa, encontraron al sirviente completamente sano.
Este párrafo del evangelio, estos versículos seguramente los hemos recordado, son los que decimos en la eucaristía, en la celebración de la misa, cuando el sacerdote muestra al pueblo de Dios la hostia consagrada, el cuerpo de Cristo,pan de vida eterna.
“Señor no soy digno de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme.” Esa frase litúrgica que se inspira en este párrafo bíblico, nos invita a imitar la fe de este soldado, de este centurión romano que con fe manda a pedir, la curación, la sanación, la intervención de Jesús por uno de sus servidores. Jesús admira, alaba la fe de este soldado. Que esta mañana, que en esta jornada que iniciamos, también seamos capaces de vivirla con esa fe firme, con esa fe que ilumina cada momento, cada situación de la vida y del día que estamos comenzando a transitar.