“¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que cierran a los hombres el Reino de los Cielos! Ni entran ustedes, ni dejan entrar a los que quisieran. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas, que recorren mar y tierra para conseguir un prosélito, y cuando lo han conseguido lo hacen dos veces más digno de la Gehena que ustedes! ¡Ay de ustedes, guías, ciegos, que dicen: ‘Si se jura por el santuario, el juramento no vale; pero si se jura por el oro del santuario, entonces sí que vale’! ¡Insensatos y ciegos! ¿Qué es más importante: el oro o el santuario que hace sagrado el oro? Ustedes dicen también: ‘Si se jura por el altar, el juramento no vale, pero vale si se jura por la ofrenda que está sobre el altar’. ¡Ciegos! ¿Qué es más importante, la ofrenda o el altar que hace sagrada esa ofrenda? Ahora bien, jurar por el altar, es jurar por él y por todo lo que está sobre él. Jurar por el santuario, es jurar por él y por aquel que lo habita. Jurar por el cielo, es jurar por el trono de Dios y por aquel que está sentado en él.
En el pasaje de hoy, los escribas y fariseos son calificados de hipócritas, es decir, actores, comediantes que se cubren el rostro con la máscara de la religiosidad, la devoción, la docilidad; que se comportan como personas piadosas descuidando, sin embargo, el único culto agradable a Dios –el amor por su hermano–: estos honran al Señor solo con palabras y con sus labios, pero no con el corazón (cf. Deut 6,5).
Los “ayes” de Jesús no son amenazas. Son alertas, llamados de atención. Prevenciones que también nos sirven a nosotros hoy. Se nos invita a centrar el corazón en lo esencial: la gloria de Dios. Y no debemos olvidar que la gloria de Dios es el hombre viviente, como dice San Ireneo.
Los evangelistas no hubieran conservado estas duras palabras del Maestro si no hubieran adivinado la perenne actualidad del riesgo de introducir en la Iglesia este culto hipócrita, con el consiguiente peligro de poner al mismo nivel la ley de Dios y las tradiciones de los hombres. La observancia rigurosa de normas claras y bien definidas suele producir la sensación de haber cumplido con el propio deber y, por tanto, de estar ya en buenas relaciones con el Señor; el peligro está en que puede inducirnos a pensar que el mérito es nuestro.
Construir la propia vida en la libertad de los hijos de Dios, estar siempre disponible para el hermano, es más difícil. Las necesidades de las personas cambian y quien ama tiene que estar preguntándose continuamente qué es lo que hay que hacer en este momento, qué se le pide y qué espera el hermano de él. El amor no responde a un dictado de normas sino que se reinventa sobre la marcha, requiere atención, disponibilidad incondicional.
La religión del corazón puede ser practicada solo por quien ha llegado a tener una fe adulta y madura, por quien es libre, sincero, abierto a la luz de Dios y a los impulsos del Espíritu. “Los recién nacidos en Cristo” (cf. 1 Cor 3,1) temen el riesgo, prefieren recibir instrucciones precisas y minuciosas aunque, en lo íntimo de su corazón, se den cuenta de que esta religión no es liberadora, no comunica alegría y serenidad interior sino solo tensiones y ansiedades.
Si mientras llevas tu ofrenda al altar te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja la ofrenda delante del altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y después vuelve a llevar tu ofrenda” (Mt 5,23-24). Solo el que está en paz con el hermano, es puro y puede acercarse a Dios.
Finalmente, respecto al juramento tengamos en cuenta lo que dijo Jesús: Ustedes han oído también que se dijo a los antepasados: “No jurarás falsamente, y cumplirás los juramentos hechos al Señor”. Pero yo les digo que no juren de ningún modo: ni por el cielo, porque es el trono de Dios, ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies; ni por Jerusalén, porque es la Ciudad del gran Rey. No jures tampoco por tu cabeza, porque no puedes convertir en blanco o negro uno solo de tus cabellos. Cuando ustedes digan «sí», que sea sí, y cuando digan «no», que sea no. Todo lo que se dice de más, viene del Maligno. Mt 5, 33-37