Al verse rodeado de tanta gente, Jesús mandó a sus discípulos que cruzaran a la otra orilla. Entonces se aproximó un escriba y le dijo: “Maestro, te seguiré adonde vayas”. Jesús le respondió: “Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”. Otro de sus discípulos le dijo: “Señor, permíteme que vaya antes a enterrar a mi padre”. Pero Jesús le respondió: “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos”.
Al verse rodeado de tanta gente, Jesús mandó a sus discípulos que cruzaran a la otra orilla.
Entonces se aproximó un escriba y le dijo: “Maestro, te seguiré adonde vayas”.
Jesús le respondió: “Los zorros tienen sus cuevas y las aves del cielo sus nidos; pero el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza”.
Otro de sus discípulos le dijo: “Señor, permíteme que vaya antes a enterrar a mi padre”.
Pero Jesús le respondió: “Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos”.
El seguimiento de Cristo tiene sus exigencias. El evangelio de hoy nos presenta dos de ellas. En los dos casos se trata de dos seguridades naturales que todo ser humano tiene: la vivienda y la familia. A simple vista estamos tentados a pensar que se tratara de exigencias para quienes han hecho la opción por la vida religiosa a través de los votos de pobreza, castidad y obediencia. Ahí cuadrará más fácilmente lo que pide el Señor. Pero de qué modo se puede entender este texto desde la vida laical?. Veamos primero lo que dice el texto para ver luego lo que nos dice Dios a partir de este texto.
El Evangelio presenta a un escriba que se acerca a Jesús y afirma que quiere seguirle a donde sea (vv. 57-58). La respuesta del Maestro parece más bien desanimar que a atraer al aspirante a discípulo. Quien quiera seguirle, dice Jesús, no debe soñar con una vida cómoda: será como un caminante que no tiene morada fija. Tendrá que estar dispuesto a pasar muchas noches bajo las estrellas o bien a contentarse con la hospitalidad que le venga ofrecida, por más pobre y provisoria que ésta sea. Ante estas perspectivas tan poco apetitosas anunciadas por el Maestro, es difícil entender que haya personas que abracen la fe o que acepten desempeñar algún servicio a la comunidad con el fin de obtener ventajas, privilegios, títulos honoríficos. Con la respuesta al fariseo a cerca de lo que significa el lugar de refugio de los animales, Jesús pone en tela de juicio no el empeño responsable por tener una vivienda digna, sino la búsqueda insaciable de comodidades que responden más a la sociedad de consumo que a una necesidad humana. En la comunidad cristiana no todos estamos llamados a tener una vida sin techo fijo, como lo exige la misión. Pero todos estamos llamados a vivir la actitud de desapego, es decir de pobreza espiritual, en la cual no siempre lo mío es para mí y en la cual “tener” no significa siempre “retener”. En la vida laical de familia quizá no se nos pida renunciar a un techo sino ampliarlo para que otros entren debajo. Tal vez nos sirva de inspiración la canción “Te quiero” donde dice “Somos mucho más que dos”.
A lo largo del camino Jesús encuentra a otro individuo y lo invita a seguirle (vv. 59-60). Éste se muestra dispuesto pero quiere antes ir a enterrar a su padre. Jesús le responde: “Deja que los muertos entierren a sus muertos”. Para un judío ésta es la respuesta más escandalosa, más provocadora, más impía que pueda recibir. En Israel, el deber más sagrado para un hijo es el de enterrar a sus padres y, para cumplirlo –decían los rabinos– el hijo estaba dispensado de cualquier precepto de la ley, hasta de las obligaciones del sábado. El sumo sacerdote, al que se le prohibía entrar en los cementerios o incluso acercarse a un cadáver, estaba obligado a acompañar a sus padres al sepulcro. Sería insensato tomar estas palabras de Jesús al pie de la letra, pero lo sería también querer disminuir su carga provocadora. Lo que el Maestro quiere decir –sirviéndose evidentemente de una imagen paradójica– es que nada, ni siquiera los sentimientos más sagrados, como los que unen los hijos a sus padres, pueden interponerse e impedir la decisión de seguirle. El padre, para los semitas, indica el lazo de unión con la tradición, con el pasado, con las costumbres de los antiguos, con el ambiente cultural en que se vive. Mateo quiere que los cristianos de sus comunidades se den cuenta de que la decisión de seguir al Maestro no tiene dilación, no puede ser pospuesta a la espera del momento (¡no llegará nunca!) en que no se hiera la sensibilidad familiar, en que no se cause disgusto a un amigo, en que no se contraríe a un colega, no se ponga en tela de juicio hábitos o costumbres de una persona querida. Cualquier lazo que bloquee o impida seguirle se convierte en cadena que esclaviza y que hay que romperlo sin miedo.
Hasta la próxima.
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