En aquel tiempo, Jesús dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Los que captan los signos de la presencia de Dios son las personas humildes, simples, de corazón sencillo. Esto es lo que afirma Jesús con alegría. Dios se oculta a los soberbios, a los orgullosos, pero se muestra a los humildes. Dios se manifiesta a los pobres de alma, a los pobres de corazón. Señor, danos alma de pobres, como el de la Virgen María, tu humilde servidora. Señor, danos un corazón como el tuyo, manso y humilde.
Muchas veces aparece en la Biblia esta realidad. A Dios no lo descubren los sabios que se creen muy inteligentes, ni los poderosos, porque están demasiado llenos de sí mismos. La soberbia los enceguece. Se la creen porque están encerrados en su orgullo de creerse más capaces e inteligentes que los demás. Pero por suerte Dios se oculta a este tipo de gente. Como suele pasar hoy día. Ellos se creen muy vivos, pero en realidad son pobres tipos. Dios en cambio se manifiesta a los débiles, a los simples, a los que tienen un corazón sin demasiadas complicaciones.
Entre estas cosas que no entienden los sabios está, sobre todo, quién es Jesús y quién es el Padre. Hay sabios que tienen muchos conocimientos científicos, pero si no conocen a Jesús, podemos preguntarnos: ¿de qué sirve esa sabiduría científica? Solo para engordar el ego. Es cierto que la presencia de Jesús en nuestra historia sólo la alcanzan a conocer los sencillos, los humildes, aquellos a los que Dios se lo revela.
En el evangelio podemos ver esto. Cuando nació Jesús en Belén, lo recibieron María y José, sus padres, una humilde pareja de jóvenes judíos. Lo recibieron los pastores, y los ancianos Simeón y Ana. Toda gente humilde y sencilla. Los sabios y entendidos, las autoridades civiles y religiosas, no lo recibieron. Ni se dieron cuenta que Jesús, el Salvador, el Mesías, había nacido. La gente humilde de pueblo alaba a Dios porque comprenden que Jesús sólo puede hacer lo que hace si viene de Dios. Mientras que los letrados, los doctores de la ley y los fariseos buscan mil excusas para no creer. Ellos se creían gente importante.
Podemos preguntarnos: ¿somos humildes, sencillos, conscientes de que necesitamos la salvación de Dios? ¿O más bien, nos creemos sabios que no necesitamos preguntar porque lo sabemos todo? Si esto nos pasa es porque estamos llenos de soberbia. Muchas veces la gente sencilla ha llegado a comprender los planes de Dios y los aceptan en su vida, mientras que nosotros podemos perdernos en teologías y en altos razonamientos. La oración de los sencillos es más entrañable, más simple, más sensible y, seguramente, llega más al corazón de Dios que muchos discursos eruditos de los especialistas.
Pidamos a Dios que nos regale una mirada y un corazón de niño, un corazón más humilde, menos retorcido, en nuestro trato con las personas y, sobre todo, con Dios. Seamos también agradecidos. Un buen ejemplo es la Virgen María, que alabó a Dios porque miró la humildad de su servidora.
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