Lunes 30 de Agosto de 2021 – Evangelio según San Mateo 13,44-46

miércoles, 25 de agosto de
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Jesús dijo a la multitud: “El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró.”

 

Palabra de Dios

Padre Gustavo Ballario

 

En la vida hay que comprometerse con algo que nos llene, nuestra vida es una inversión que tenemos que realizar, no existe otra alternativa. Es necesario escoger un tesoro sobre el cual poner todo nuestro empeño, pero ¿cuál?

En tiempos de Jesús se fantaseaba mucho acerca de tesoros descubiertos al azar. Se narraba que algunos pobres jornaleros quienes, durante la dura tarea de preparar con el arado un campo del que no eran propietarios, se topaban accidentalmente con un obstáculo, se inclinaban para ver y he aquí la aparición de un ánfora rebosante de monedas, gemas, joyas y piedras preciosas. La fantasía popular gustaba de estos sueños de inesperados golpes de fortuna.

La primera parábola del evangelio de hoy retoma una de estas historias: por pura suerte un jornalero agrícola descubre en el campo en que estaba trabajando un tesoro y lo esconde de nuevo; después, va, vende todo lo que posee y compra el campo.

Es probable que muchos se paren a discutir sobre el comportamiento moral de este hombre y la licitud de la operación financiera llevada a cabo, pero no es éste el punto en cuestión. El hecho de que el tesoro, después de descubierto, haya sido inmediatamente escondido, ha atraído siempre la curiosidad de los comentaristas. Este detalle, aparentemente superfluo e ilógico es, sin embargo, precioso: nos lleva a suponer que el jornalero, atraído por el inconfundible destello de un objeto de oro, haya inmediatamente intuido la posibilidad de inmensas riquezas bajo los surcos que abría en la tierra y, no queriendo perderse ni la más mínima parte, haya decidido comprar todo el campo.

Estas consideraciones nos introducen ya en la parábola: el tesoro del que habla Jesús es el reino de los cielos, la condición nueva en la que entra quien acoge la propuesta de las bienaventuranzas. Tiene un valor incalculable y solo es descubierto, poco a poco, por quien está decidido a jugarse la propia vida en su búsqueda.

El hecho de que este tesoro sea hallado por pura casualidad indica su gratuidad: Dios nos lo ofrece sin ningún mérito por nuestra parte; no es un premio por nuestras buenas obras.

Existe un comportamiento a asumir frente a este don. Quien lo descubre no puede albergar dudas, perplejidad, vacilaciones. Si se duda se pierde un tiempo precioso; la ocasión favorable puede escaparse de las manos y no presentarse más. Hay que decidirse con urgencia, la elección no se puede postergar. No puede uno faltar a la cita con el Señor.

Después es necesario jugárselo todo. No se pide que se renuncie a alguna cosa, sino concentrar todos los pensamientos, toda la atención, los propios intereses, todo nuestro esfuerzo sobre el nuevo objetivo.

El tesoro—como sucederá también con la perla—no se adquiere para ser revendido y volver a la posesión de los bienes de antes, sino para poseerlo en substitución de cuanto, hasta aquel momento, había dado sentido a la vida. El descubrimiento del reino de Dios lleva consigo un cambio radical. Es éste el significado de la decisión de “vender todas las posesiones para comprar el campo”.

Quien ha visto al jornalero vender todo para comprar el campo, debe haber pensado que se había vuelto loco: la tierra árida y pedregosa de Palestina no justificaba semejantes sacrificios. Solo él sabía lo se traía entre manos, solo él sabía que estaba concluyendo el negocio de su vida.

Sin embargo, los vecinos del jornalero tenían ante sus ojos una prueba de que el jornalero estaba actuando con plena lucidez y convicción: la alegría. Quien ha comprendido que tiene entre manos un inesperado e increíble tesoro, no puede menos de estar lleno de alegría: “desbordo de gozo” (2 Cor 7,4), asegura el apóstol Pablo.

La segunda parábola (vv. 15-16) es considerada como gemela de la precedente y contiene el mismo mensaje. Se diferencia por algunos detalles significativos: el protagonista, en primer lugar, no es un pobre jornalero, sino un rico comerciante que da vueltas por el mundo con un objetivo bien preciso: encontrar perlas.

A diferencia del jornalero que encuentra fortuitamente un tesoro, el comerciante descubre la perla después de una extenuante búsqueda. El comportamiento del comerciante es la imagen de la persona que busca apasionadamente aquello que pueda dar sentido a su vida y llenar de gozo sus días.

Las dos parábolas, sin embargo, se complementan: el reino de Dios, por un lado es don gratuito, por otro es también fruto del esfuerzo humano.

Y vos que sos creyente, ya hiciste del reino de Dios tu tesoro? ¡Hasta la próxima!