A lo largo de la historia -y hoy más que nunca- se habla de revolución. La figura de la mujer es actualmente un estandarte que intenta ser elevado con más altura que cualquier otro. Lo cierto es que, la figura femenina necesita ser la cúspide de estos tiempos.
Desde el cristianismo, la imagen de la mujer ha tomado un cauce distinto, más precisamente desde nuestro Señor Jesucristo, pasó a tener un protagonismo esencial en la humanidad. La figura femenina en el Antiguo Testamento no es poco, y el protagonismo de las Marías en el Nuevo Testamento delata la dignidad que Dios les tuvo desde siempre.
La figura de María Virgen (La Madre de Dios) madre de todos los cristianos, más allá de una mirada sumamente reducida a ser introvertida, sumisa y oculta, es la primera y única mujer en la historia que albergó con fe la decisión de un “Sí” rotundo a la libertad, a la revolución que sólo produce el amor. Decirle “Sí” a una vida extraña y sublime a ella, no era poca cosa. Un “Sí” obediente (de escucha) para albergar en su vientre a quién sería el mayor revolucionario y libertador de la humanidad: Jesús, el Hijo de Dios. Decirle que “Sí” a un lecho de misterio en medio de una sociedad puramente patriarcal que condenaba a las mujeres que se embarazan sin marido, fue la demostración de un coraje ardiente desde el ser íntimo de la mujer.
María, aquella muchacha de Palestina dijo poco, pero lo necesario para una revolución: “Hagan todo lo que él les diga”. El mundo necesita hoy más que nunca de la mujer, porque es la única que puede albergar dentro de sí los cimientos para una historia tejida desde el amor. Es la figura que necesita acoger la teología, para hacer una vida cristiana más entrañable y encarnada en la realidad de los hombres.
María mujer, madre, compañera, amiga. ¿Qué más nos puede dar aquella a la que la humanidad necesita más nunca?