“Lo seguían grandes multitudes que llegaban a Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, de Judea y de la Transjordania. Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo: «Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia. Felices los afligidos, porque serán consolados. Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios. Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos. Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí. Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron”.
“Alégrense y regocíjense” (Mt 5,12), dice Jesús a los que son perseguidos o humillados por su causa. El Señor lo pide todo, y lo que ofrece es la verdadera vida, la felicidad para la cual fuimos creados. Él nos quiere santos y no espera que nos conformemos con una existencia mediocre, aguada, licuada…
… desde las primeras páginas de la Biblia está presente, de diversas maneras, el llamado a la santidad. Así se lo proponía el Señor a Abraham: «Camina en mi presencia y sé perfecto» (Gn 17,1) y así sí comienza la exhortación apostólica del Papa Francisco sobre el llamado a la santidad en el mundo actual.
Y nos dice Francisco: Mi humilde objetivo es hacer resonar una vez más el llamado a la santidad, procurando encarnarlo en el contexto actual, con sus riesgos, desafíos y oportunidades. Porque a cada uno de nosotros el Señor nos eligió «para que fuésemos santos e irreprochables ante él por el amor» (Ef 1,4).
Puede haber muchas teorías sobre lo que es la santidad, abundantes explicaciones y distinciones. Esa reflexión podría ser útil, pero nada es más iluminador que volver a las palabras de Jesús y recoger su modo de transmitir la verdad. Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12). Son como el carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se plantea la pregunta: ¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?, la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas. En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas.
La palabra “feliz” o “bienaventurado”, pasa a ser sinónimo de “santo”, porque expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha. Muchas veces ser santo significa ir “a contracorriente” de la cultura dominante o de los imperativos que se nos presentan desde los medios de comunicación. El mandamiento del amor no es aceptado y por lo tanto, también la experiencia de vivirlo llega a ser testimonial y martirial.
El maravilloso jardín que es la Iglesia muestra su obra más acabada en la vida de los santos y santas de todas las edades y culturas, de todas las generaciones y estados de vida. Ellos son los que han dejado resonar en su interior el llamado de Jesús a la vida y vida en abundancia. (cfr. Jn. 10, 10) Así, la santidad cristiana tiene como notas características el aguante, la paciencia, la mansedumbre; la alegría y el sentido del humor, la audacia y el fervor, siempre en oración constante y siempre en comunidad. El combate cotidiano, la vigilancia y el discernimiento “a la luz del Señor” son las señales que nos permiten caminar como discípulos del Maestro.
No nos dejemos robar el deseo de ser Santos. Señor, no nos dejes caer en la tentación de la mediocridad espiritual. Que todos los Santos nos ayuden. Bendiciones y mucha Paz.