Jesús convocó a sus doce discípulos y les dio el poder de expulsar a los espíritus impuros y de curar cualquier enfermedad o dolencia. Los nombres de los doce Apóstoles son: en primer lugar, Simón, de sobrenombre Pedro, y su hermano Andrés; luego, Santiago, hijo de Zebedeo, y su hermano Juan; Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago, hijo de Alfeo, y Tadeo; Simón, el Cananeo, y Judas Iscariote, el mismo que lo entregó. A estos Doce, Jesús los envió con las siguientes instrucciones: «No vayan a regiones paganas, ni entren en ninguna ciudad de los samaritanos. Vayan, en cambio, a las ovejas perdidas del pueblo de Israel. Por el camino, proclamen que el Reino de los Cielos está cerca.»
El evangelio de hoy nos mete de lleno en la dinámica misionera de Jesús y de la Iglesia. El Señor envía a los doce como anuncio de lo que va a ocurrir después de la Pascua y Pentecostés. Una Iglesia misionera, en salida, peregrina en la historia. Una Iglesia que decida en sus convicciones sale a anuncia lo único importante: el Reino de Dios y su justicia; la persona mismísima de Jesús.
Pero lo que hoy me llama más la atención del texto es que Jesús le pide a sus apóstoles que se queden en las casas donde los reciban. Y cuando sea el tiempo que partan.
Esto me resulta significativo dado que muchas veces, me parece, convertimos la misión en hechos esporádicos durante el año. Sin ir más lejos hace unas semanas regresé de Santiago del Estero donde estuve de misión. Creo que muchas veces el riesgo que se corre es el de pensar que los cristianos somos misioneros por ir a misionar durante el año a algún lugar. Sin embargo resuena la palabra de Jesús: quédense en las casas.
Claro que esto nada tiene que ver con estancarse y ceder frente al miedo y encerrarse en uno mismo. Lo de Jesús más bien pasa por pedir que lo que se haga es lo que él vive permanentemente en su Encarnación: hacerse uno más. Meterse en la realidad. Embarrarse.
Muchas veces creo que hemos hecho de la misión un “toco y me voy”. Es decir, paso unos días en algún lugar que no es el mío y comparto con la gente. Yo creo que es una muy linda experiencia. Pero si nos quedamos con eso solo, nos quedamos cortos. Porque como decía allá en los pasillos de la villa 31 de Buenos Aires Carlos Mugica, “yo me puedo ir, ellos no…”
Entonces uno se pregunta: ¿ir a misionar o ser misioneros? Creo que el desafío que se nos presenta hoy es no sólo ir a misionar. Lo que Jesús nos pide es que seamos misioneros. En todo momento. En todo lugar. Todo los días, todo el año.
Jesús no tuvo “temporadas de misión”. Toda su vida fue misión permanente. Esto quiere decir que si al que nosotros seguimos hizo de toda su vida una permanente misión, nosotros nos sentimos llamados a lo mismo. Está bien ir a misionar. Pero no nos alcanza. Tenemos y deseamos y queremos ser misioneros. No solamente por un tiempo sino toda la vida.
Nos puede parecer difícil, claro. Sin embargo es la única manera de vivir cristianamente: dar testimonio de que el Reino está entre nosotros y queremos apurar su venida.
La misión pasa por las cosas pequeñas, sencillas y cotidianas de todos los días. Pasa cuando me decido a dejar de mirarme el propio ombligo y me doy cuenta que hay gente que tiene necesidad de mí, de mi originalidad. Ahí hay misión. Cuando soy capaz de romper con mi marco de seguridad y confort personal para dar una mano, consolar, escuchar, compadecerme… Cada vez que desarrollo mi capacidad de empatía con los demás miles de personas con las que comparto mi destino diario y me siento más hermano de ellos y estoy dispuesto a vivir con ellos, “quedándome en sus casas”, soy misionero de Jesús.
Y así vamos sin alforjas, sin dinero, sin vestimenta… A la intemperie y en itinerancia. Así queremos vivir los cristianos.
Y te comparto la oración del P. Carlos Mugica:
“Señor: Perdóname por haberme acostumbrado a ver que los chicos parezcan tener ocho años y tengan trece. Señor: perdóname por haberme acostumbrado a chapotear en el barro. Yo me puedo ir, ellos no. Señor: perdóname por haber aprendido a soportar el olor de aguas servidas, de las que puedo no sufrir, ellos no. Señor: perdóname por encender la luz y olvidarme que ellos no pueden hacerlo. Señor: Yo puedo hacer huelga de hambre y ellos no, porque nadie puede hacer huelga con su propia hambre. Señor: perdóname por decirles ‘no sólo de pan vive el hombre’ y no luchar con todo para que rescaten su pan. Señor: quiero quererlos por ellos y no por mí. Señor: quiero morir por ellos, ayúdame a vivir para ellos. Señor: quiero estar con ellos a la hora de la luz.”
Hasta el próximo Evangelio, un fuerte en el Corazón de Jesús