Jesús, llamando otra vez a la gente, les dijo: «Escúchenme todos y entiéndanlo bien. Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre. ¡Si alguien tiene oídos para oír, que oiga!».
Cuando se apartó de la multitud y entró en la casa, sus discípulos le preguntaron por el sentido de esa parábola. El les dijo: «¿Ni siquiera ustedes son capaces de comprender? ¿No saben que nada de lo que entra de afuera en el hombre puede mancharlo, porque eso no va al corazón sino al vientre, y después se elimina en lugares retirados?» Así Jesús declaraba que eran puros todos los alimentos.
Luego agregó: «Lo que sale del hombre es lo que lo hace impuro. Porque es del interior, del corazón de los hombres, de donde provienen las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la maldad, los engaños, las deshonestidades, la envidia, la difamación, el orgullo, el desatino. Todas estas cosas malas proceden del interior y son las que manchan al hombre.»
¡Lindo evangelio el de hoy que nos permite reflexionar sobre el tema de la pureza!
De la misma manera que Jesús deja perfectamente en claro que lo que hace impuro al hombre no es lo que ingresa en el cuerpo desde afuera, sino lo que brota de lo profundo del corazón humano, así entendemos también que la pureza no será solo una dimensión material o ritual de la vida sino que se convierte en actitud fundamental de convicción y creencia.
Esto quiere decir que no podemos seguir pensado solo la pureza como una “virtud” que tenga un sesgo de inocencia o pretendida pulcritud, sino más bien como aquella actitud de vida por medio de la cual me siento impulsado a hacerme cargo de mis propios deseos, pensamientos, obras y palabras y quiero actuar en consecuencia.
Dicho de otra manera, no podemos seguir creyendo que la pureza será limpieza, sino más bien la capacidad creativa de poner la vida al servicio de los demás.
De hecho, Marcos, con el texto del evangelio de hoy deja clara constancia de que Jesús no puede imponer jamás un “pureza externa” que tenga que ver con alimentos, rituales, costumbres y tradiciones. Porque lo que hace impuro al hombre, viene de adentro, de esos conos de sombra de nuestro corazón que todavía no terminan de ser iluminados por ola luz de la gracia de Jesús. Esas reticencias existenciales que tenemos cada uno de nosotros y que nos impiden sanamente relacionarnos con nosotros mismos, con Dios y con los hermanos.
De esta manera, si pensamos en la pureza que nos anuncia Jesús, nos queda en claro que no tiene nada que ver con “no ensuciarse” o mantenerse al margen, o guardarse la vida para sí. ¡Esto no tiene nada de cristiano! Si de veras reconocemos a Jesús como nuestro Señor y Salvador, entendemos que la pureza no es lo externo sino lo que nace en el interior. Así, pureza, será convertible con muchísimas más actitudes cristianas como la fe, la esperanza, la caridad y el amor, la solidaridad, la empatía, la opción preferencial por los pobres, la lucha por la justicia y la dignidad de todas las personas que caminamos a diario los caminos de este mundo.
Puro no es quien por no ensuciarse no se embarra en la realidad, sino todo lo contrario: sabiendo que nada externo lo puede contaminar, se mete de lleno en la realidad, en el territorio, en el barrio, en la escuela, en el trabajo, en la virtualidad, en la presencialidad, en todos los aspectos de la vida que requieran que yo, según mi posición, me la juegue por entero. No sea que con una falsa pretensión de pureza, caigamos en la tentación de evadirnos de la realidad, balconear la visa, mirar desde afuera y no ensuciarnos. Porque lo malo no está afuera. El mundo no es malo y por eso nos tenemos que fugar de él. El mundo será lo que nosotros hagamos con nuestra libertad y en qué cosas trabajemos para poder cambiarlo.
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