Jesús dijo:
“Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.”
La Palabra que compartimos en este día Miércoles, Mateo 11, del 25 al 27, nos invita a contemplar a Jesús orando a su Padre. Siempre que el Evangelio nos muestra al Señor en oración es porque en definitiva, vos y yo estamos llamados a imitarlo. Es un lindo ejercicio poner las caras sobre la mesa y preguntarnos por nuestra propia oración: ¿te trabás, no sabés por dónde empezar? Bueno, acordate que la oración nos carga las pilas para poder seguir nuestro camino de fe, de anunciadores del Reino y de transformadores de la realidad. Y como son pilas, hoy te propongo la “triple A”:
En primer lugar, “A” de alabar. Rezar para pedir es fácil, lo que a veces cuesta es la oración de alabanza. Alabar a Dios es reconocer quién es Él y quién sos vos. Es descubrir que lo necesitás y que Él está siempre para vos. Es verdad que sabemos rezar muy bien cuando pedimos cosas, pero sería bueno preguntarnos si sabemos reconocer que lo mejor para nuestra vida es la voluntad de Dios. Qué lindo escuchar esta invitación a imitar a Jesús en la alabanza. Qué lindo poder decir “¡Cuánto hiciste por mí, Señor! ¡Con cuánta ternura me acompañaste, cómo me amaste, cuánta paciencia me tuviste! Ahora haceme pequeño para dejarme amar por vos. ¿Te sentís invitado a alabar a Dios?
En segundo lugar, “A” de agradecer. Quien es agradecido vive feliz. Es difícil de explicar, pero es una buena clave. Aquel que sabe agradecer lo que es, lo que tiene y los que lo acompañan, va descubriendo que nunca se va a quedar solo porque Dios lo sostiene y camina con Él. Es cierto que a veces cuesta ser agradecidos pero, si podés pedir, podés agradecer. Por lo tanto, aprender a agradecer supone que se ha aprendido, o por lo menos se está aprendiendo, a recibir. Es la vida de quien es pequeño, de quien se deja abrazar por Dios y mirar con sus ojos todo lo que le pasa. Darle gracias a Dios, pero también al otro. En un tiempo en el que cuesta agradecer, te propongo que pares un poco y te pongas a pensar todo lo que Dios te ha dado, y desde ahí, le des gracias a los que caminan con vos. Acordate que cada “gracias” sincero que decimos transforma a quien lo escucha y también a vos, porque en el medio está Jesús.
Ponete a pensar en esas personas… Los que pasaron y se fueron, los que no volvieron. Pero, también, los que pasaron y se quedaron, los que te cambiaron para bien, los que fueron un reflejo del amor de Dios. Pensá en aquellos que te lastimaron, para perdonarlos, pero también en esos que, gracias a Dios, te hicieron encontrar con vos mismo y con Jesús, con los que te ayudaron a sanar. Acordate de aquellos que caen con vos, o que te ven caer, pero que te ayudan a levantar, de los que te revelaron el amor de Dios. No existen las casualidades, existe un Dios que pone a quien necesitás para encontrarlo a Él. Hoy el Señor te invita a agradecer, pero no al aire, a Él y al otro. Generá encuentros, hacé memoria y da gracias, decile al otro eso que no te animás. No te quedes en el qué van a pensar, dale gracias a Dios, en primer lugar, pero también al hermano que camina con vos.
Por último, “A” de alegría. Si hay algo que nos enseña el evangelio de hoy es que lo mejor que nos pudo pasar es encontrarnos con Jesús. Que tu vida sea novedad porque la vivís desde la fe. Por eso, que no te coma la rutina, búscalo al Señor, Él se deja encontrar. Cuidá la alegría que Dios te quiere regalar hoy y compartilo con los demás.
Que tengas un buen día, y que la bendición de Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, te acompañe siempre. Amén.
Podcast: Reproducir en una nueva ventana | Descargar