Jesús dijo a sus discípulos: «Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié. Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos.»
En el Evangelio de hoy escuchamos el discurso de Jesús sobre la vid y los sarmientos. Y creo que hay tres aspectos dignos de ser mencionados.
El primero es que Jesús nos invita a permanecer en Él. Sabemos que permanecer es más que estar; implica relación afectiva, amor recíproco, no es el solo mantenerse. El permanecer en Jesús es netamente activo: es querer entrar siempre en relación con Jesús, escuchando, interpelando, ahondando, amando. Permanecer tiene más que ver con amar recíprocamente que con estarse parado y esperando algo de la vida.
El segundo, es el que nos habla de que sin Jesús, separados de Él, no podemos hacer nada. Es decir, que es este permanecer es más profundo todavía: no es que tenemos que amar a Jesús porque no nos queda otra, sino que es la única vía posible si queremos lograr algo en esta vida y en este mundo. Si de veras queremos luchar día a día por la construcción de un mundo más justo, más fraterno y más solidario, todo esto solo lo podemos hacer de la mano de Jesús. Sin Él estamos perdidos y la vida sabe a vacío.
El tercero es el que tiene que ver con los frutos: el que permanece en Jesús, toma conciencia de que sin Él no puede nada y entonces, sólo con Él, uno puede dar fruto. Si permanece, si ama, si está con Jesús, si se relaciona con Él, puede dar fruto y ese fruto es abundante.
Todo esto hoy nos dice mucho. Porque de veras si queremos ser discípulos de Jesús no podemos vivir de otra manera que no sea la de permanecer y dar fruto al estilo de cómo lo plantea Juan. Si somos discípulos tenemos que buscar una y otra vez a Jesús para relacionarnos con Él. Pero claro… ¿dónde lo encuentro a Jesús?
Muchos cristianos creen que Dios está fuera del mundo y que el camino para ir a Dios consiste justamente en escaparse o huir del mundo, separarse de todo lo “mundano” para de alguna manera encontrarse con Dios. Esta concepción es la del Dios de los “días de retiro” o jornadas de espiritualidad o incluso de la misa de domingo: Dios no es de este mundo y entonces yo para encontrarme con Él me tengo que ir del mundo. Son los mismos que piensan que a Dios lo encuentran en el cielo.
Sin embargo, nosotros nos animamos a más. Si en Jesús, Dios es hombre y nada del hombre le es ajeno, entonces Dios no está afuera del mundo sino bien metido en él. Para relacionarse con Dios no hay que escaparse del mundo sino todo lo contrario; encarnarse cada vez más en mundo. Desde la Encarnación de Jesús, Dios no está en el cielo, sino que la eternidad se hace historia y Dios se hace Pueblo. Por lo tanto a Dios hay que buscarlo en su Palabra, que anida en dos lugares fundamentales, como nos enseña Mons. Angelleli: un oído en el Pueblo y el otro en el Evangelio.
Permanecer en Jesús es escucharlo, en el reclamo de los más pobres y necesitados, en el clamor de las víctimas y los crucificados de hoy, en los que están solos y se cansaron de luchar; y en su Palabra de Vida, leída y proclamada en Iglesia, meditada en comunidad y rumiada en el secreto de nuestro corazón, en nuestras piezas con nuestros altarcitos, frente al Sagrario, en la naturaleza.
Permanecer en Jesús es amarlo en nuestros hermanos. Porque amar a Dios y amar al prójimo es lo mismo.
Por eso, si queremos que nuestra vida dé fruto, que sea algo cuestionable, que le diga algo a alguien, que cuestione, que denuncie las injusticias del pecado social y anuncie la liberación a todos los cautivos del sistema, no puede ser de espaldas a Jesús. Él es el modelo. Él es el que guía. Él camina primero. Nosotros vamos detrás, siguiendo. Por eso queremos encontrarnos con el Corazón de Jesús. Y para eso tenemos que ir a lo más hondo y al barro más profundo del corazón del mundo. Allí se provoca el encuentro. Allí renace la esperanza. Allí renace el amor.
Que la fuerza resucitada del corazón de Jesús nos configure cada día más con sus sentimientos y convicciones: ese Dios empedernido de amor por cada uno de nosotros.