Jesús dijo a la gente: “Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed. Pero ya les he dicho: ustedes me han visto y sin embargo no creen. Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió. La voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que él me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el último día”.
En el contexto de la Pascua que hemos celebrado, escuchamos este hermoso evangelio que nos hace poner en sintonía con el alimento de la resurrección: La Eucaristía. En torno a este relato te comparto algunos puntos para meditar.
En primer lugar, Jesús nos dice: “Yo soy el Pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed”. La presencia del Hombre-Dios que ha dado la vida en la Cruz por todos nosotros, y para nuestra salvación, ha quedado perpetuada en el sacramento de la Eucaristía. Es verdaderamente el Pan Consagrado el lugar de la presencia donde nuestras vidas conectan con la entrega de Jesús. Cuando celebramos la Eucaristía, no volvemos a crucificar al maestro, ya que Él ha dado su vida una vez y para siempre. Sino que en la misa tomamos parte de la gracia que brota de la Cruz. El Hombre-Dios, se partió y se compartió en el altar de la Cruz, para ser salvación de todos nosotros. El Hombre-Dios se parte y se comparte en el altar de tu Iglesia para que el mensaje de la Cruz resucitada no quede alejado 2000 años atrás, sino que obre la salvación a los cristianos del hoy, que tienen hambre y sed del amor de Dios.
Por eso al celebrar la Eucaristía, escuchemos con atención esa hermosa vocación a la que todos somos llamados: “Tomen y comen… tomen y beban”. Es ahí donde recibimos la invitación a ser Pan que alimenta a los demás y a ser Sangre que vivifica cada célula de nuestra sociedad. La celebración de la misa nos debe llevar a ser cada vez más delicados en la entrega que hacemos de nosotros mismos. Son los cristianos las nuevas ofrendas que se presentan al Señor, como hostias vivas, para que la presencia del Hombre-Dios habite en ellos y los use como instrumentos. No solo estamos llamados a escuchar la palabra del sacerdote en el momento de la consagración, sino que nos toca el entregarnos con Jesús, para que también nosotros seamos partidos y compartidos a la humanidad hambrienta.
En torno a este Evangelio te propongo que puedas pedirle a Dios que aumente en vos el hambre y la sed. ¡Qué hermoso poder sentir deseo, necesidad, hambre y sed de Eucaristía! ¡Qué hermoso poder comprender que eso significa mucho más que ir a misa, significa hacer de la vida una misa, es decir, un lugar donde Dios pronuncia su palabra, se parte y se comparte! Que el Hombre-Dios crucificado, resucitado y entregado hoy en cada Eucaristía, te llene de hambre de recibirlo y de sed de entregarte.
Que Dios te bendiga.