Jesús dijo a la multitud: «El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en un campo; un hombre lo encuentra, lo vuelve a esconder, y lleno de alegría, vende todo lo que posee y compra el campo. El Reino de los Cielos se parece también a un negociante que se dedicaba a buscar perlas finas; y al encontrar una de gran valor, fue a vender todo lo que tenía y la compró.»
Una dimensión más que interesante del evangelio de hoy es la de poder aplicar las palabras de Jesús no a un Juicio Final sino al proceso de conversión de cada una de nuestras vidas.
Es decir que podemos leer el evangelio en clave de proceso de fe y maduración personal. No lo queremos referir a personas “buenas y malas”, sino más bien a las dimensiones “buenas y malas” de mi propia persona, de mi propia historia y de mi propio corazón.
Porque la verdad es que los hombres no somos todo bondad o todo maldad absoluta. Por lo menos es mi experiencia, en la cual si me miro a la luz de la Palabra y examino mi vida, me doy cuenta que en el fondo de mi corazón hay una ; y guerra a muerte entre el buen espíritu y el mal espíritu. Bien y mal se disputan una guerra sin cuartel pero en un único campo de batalla: mi propio corazón.
Por eso es que la lectura del evangelio es nuevamente la propuesta de Jesús, Dios derretido en caridad, que nos invita a una profunda conversión de corazón. Conversión que implica dos dimensiones fundamentales: dejarme amar, sanar y liberar por el poder de la gracia de Jesús y colaborar con mi esfuerzo y voluntad para quitar todo lo que responde más bien al mal espíritu y hacer que Dios lo queme en un fuego ardiente.