A veces, entre tantos anhelos de contribuir con propuestas en grupos o comunidades, no nos damos cuenta, que quizás, nuestra aspiración sea tener la razón en todo; actitud que se vuelve un capricho, una cizaña egoísta que rechaza cuánto de los otros puede haber de nuevo. Así, no hacemos más que arrancar y sofocar miles de brotes que intentan crecer entre tantos límites. Robamos la poca luz que se enciende de los otros, ofuscando sus miradas. S
epultamos como los ríos en el mar: consejos, sugerencias y cuántas auténticas ideas.
En una comunidad se puede ser de repente como el calor del verano que quema y seca cuanto crece, o bien, ser el alivio que da la lluvia a la sequía que agrieta a muchas vidas.
No se trata de quién suma, o quién resta. Tampoco de cuánta experiencia se debe tener para imponer lo que pienso. Más bien, se trata de cuánto amor se pone en todo lo que hacemos y decimos.
Tenemos la posibilidad de que nuestras palabras sean una bendición entre tanta desesperanza; sean la libertad que da alas y trasciende lo meramente humano, o quedarnos simplemente dando algo práctico, finito y caduco.