Pasar de la casa del miedo a la casa del amor

miércoles, 22 de mayo de
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“Permanezcan en mi, como yo permanezco en ustedes”. Estas palabras que aparecen en el evangelio de Juan, fueron dichas por Jesús a sus discípulos en su despedida, y hoy nos la vuelve a decir a nosotros. Con ellas Jesús nos ofrece vivir en intimidad con Él. Nos invita a al sitio donde podemos sentirnos libres de todo miedo, en el que podemos abandonar nuestras defensas y vivir libres de preocupaciones, de tensiones, de presiones. El lugar donde podemos reír y llorar, abrazarnos y bailar, dormir mucho y soñar tranquilamente, comer, leer, jugar, escuchar música, estar con un amigo, y todo esto en plena sensación de libertad y naturalidad. Nos invita a un lugar al que podemos dar el nombre de hogar. El hogar es un sitio para descansar. Hogar es una palabra que reúne un amplio abanico de sentimientos y emociones en una sola imagen, la de una casa donde da gusto estar: la morada del amor. La primera cualidad más evidente de un hogar es la intimidad. Hoy en día, la palabra hogar continúa siendo símbolo de felicidad.

A esta invitación de Jesús a vivir en intimidad con Él, el miedo se presenta como el gran enemigo. Somos personas dominadas totalmente por el miedo; este se hace presente hasta tal punto que es difícil encontrar momentos de nuestra vida en los que hemos saboreado una vida libre de miedo. La mayor parte de nuestro tiempo, vivimos en la morada del miedo.

Con frecuencia una enorme red de preguntas llenas de ansiedad nos rodea y empieza a orientar la mayoría de nuestras decisiones diarias. Nos planteamos preguntas como: ¿qué voy a hacer si no encuentro un esposo, una casa, un trabajo, un amigo? ¿que voy a hacer si me despiden del trabajo, si me enfermo, si tengo un accidente, si pierdo a mis amigos, si mi matrimonio fracasa, si la sociedad colapsa? ¿que haré mañana si llueve, si hay paro de transporte, si no arranca el auto? ¿si alguien me roba la cartera, entra a mi casa para llevarse mis cosas o destrozarlas, si violan a mi hija, o me asesinan? ¿cómo educaré a mis hijos? ¿cómo haré para tener éxito en mi vida, mantener mi prestigio entre mis conocidos o elevarlo? Cuando nos paramos a reflexionar sobre estas cosas y nos creemos que debemos responder a ellas de alguna forma nos instalamos con más fuerza en la casa del miedo. Cuando las preguntas surgen fruto del miedo no llevan a respuestas dictadas por el amor. ¿Cuáles son entonces las preguntas que orientan mi vida?.

Una mirada atenta a los evangelios nos hace ver que Jesús no respondía las preguntas que consideraba inquilinas de la casa del miedo: ¿cuántas veces debo perdonar a mi hermano? ¿quien es el mayor en el reino de los cielos? ¿eres tú el rey de los judíos? ¿vas a restaurar el reino de Israel? Jesús no dio respuesta directa a ninguna de estas preguntas. Se planteaban desde la ansiedad psicológica por el prestigio, la influencia, el poder, y el control. Jesús las tomaba y planteaba una pregunta superadora, y recién ahí respondía.

Aunque nos consideramos discípulos de Jesús, a menudo nos sentimos seducidos por preguntas nacidas del miedo, y así nos convertimos en personas ansiosas, nerviosas, preocupadas, enredadas en preguntas sobre nuestras supervivencia. Las palabras de Jesús sobre la paz, el perdón, y una vida nueva nos resultan maravillosas, pero sentimos que no podemos olvidarnos de los “verdaderos problemas”; que no podemos ser “cristianos ingenuos” y nos llenamos de preguntas “realistas”: ¿qué pasará si me quedo sin trabajo y no tengo dinero para cubrir mis necesidades y las de mi familia? ¿qué pasará cuando sea anciano y no haya nadie que cuide de mi? ¿cómo cubriré mis necesidades en el futuro si colaboro económicamente demasiado con otras personas? ¿qué haré si entro en contacto con un extraño y este abusa de mi? Así, nos hacemos inquilinos de la casa del miedo, aunque hablemos palabras de amor, y sintamos vagos deseos de vivir en la morada del amor.

El miedo nos hace huir los unos de los otros, a una distancia que “nos ponga a salvo”; o bien, nos mueve a reunirnos a una proximidad agobiante, exagerada, que nos permita estar muy cerca de los demás, con la idea de que así “estamos a salvo”. Pero el miedo no crea un espacio donde pueda darse la verdadera intimidad. El miedo no crea hogar. Ya sea por medio de la distancia o la cercanía, el miedo nos impide formar una comunidad en la que podamos crecer juntos. Cuando está el miedo de por medio, no podemos confesarnos mutuamente nuestros pecado, nuestra condición de personas rotas, abatidas, ni nuestras heridas.

 

Adaptación de un fragmento del libro

“Signos de vida: intimidad, fecundidad y éxtasis”