Pentecostés: de la ternura al vértigo

miércoles, 3 de junio de

Habíamos creído que Dios era ternura.

Ahora descubríamos que Dios era vértigo.

Habíamos creído que Dios era soberanía.

Ahora se nos hacía ver que Dios era ebriedad.

Habíamos creído que Dios era la última calma.

Y Alguien vino a contarnos que Dios era locura.

Por eso gritábamos,

subíamos y bajábamos del alma,

llameantes, atónitos.

Por eso la mediocridad cayó de nuestros hombros

como un manto que se pierde en la carrera,

y donde hubo pescadores tartamudeantes

nacieron llamaradas y epístolas y martirio.

Cuando estábamos con Jesús no nos hacía falta fe para creer lo que veíamos.

Cuando Jesús se fue, la fe se nos escapó como un agua entre los dedos.

Pero la gran Paloma tiró de nuestras almas, desenvainándolas

y por primera vez nos dimos cuenta de que éramos hombres.

¿Cómo podíamos entenderle teniendo tan pequeño nuestro corazón?

Pero ahora –después de la venida del Espíritu-

ya no podíamos seguir usando a Dios

como se usa una playa.

Podíamos creer o no creer,

pero no creer dormidos.

Dios no mendiga trozos de vida. Él es

el huracán que golpea la casa,

que asedia las ventanas, que apalanca las puertas y lo muros,

que posee como un terrible amante.

No se puede creer en Dios y ser virgen.

Él entra como una espada

o un hijo en las entrañas.

Dios es su nombre, fecundidad es su ocupación y su apellido.

Por eso nos volvimos vivos y fecundos cuando llegó el Espíritu.

Quienes aquella tarde nos vieron, aseguraban que

estábamos ebrios.

Pero nadie pudo sospechar qué vino turbador y magnífico era

el que se había subido a nuestras cabezas.

Porque era el mismo vino del entusiasmo de Dios.

 

José Luis Martín Descalzo