Cuando descubrí que me querías humana y no perfecta como sin darme cuenta había dado por hecho, me entusiasmó la idea porque la veía posible.
Había visto personas plenamente humanas y libres. No muchas pero sí algunas y eso era suficiente para darle lugar a la posibilidad.
Entonces empecé a dejarte hacer y me di cuenta que mientras más asumía mi condición humana (mi limitación, mi impotencia, mi no poder todo lo que quería) y te dejaba ser Dios, es decir, tener todo el control, iba creciendo en plenitud. De a poco, me fui acercando a lo que vos me invitabas: a ser quien soy, humana y única. No había nada que forzar, no tenía que encajar en ningún molde, simplemente ser. No tenía que hacer lo que no podía, ni ser lo que no era. No tenía que vivir otras vidas sino asumir la propia. No voy a decir que todo este proceso no requiera esfuerzo porque sería mentira pero sí creo que es mucho menos trabajoso ser quienes somos que esforzarnos por ser otros.
Mi barro se fue moldeando día a día. Se fueron limando mis asperezas una a una. Se me fue despojando del disfraz que me impedía ser lo que soy, se me despojó de la dureza, de las propias rigideces. Todo esto con inmensa ternura. Proceso doloroso (en cierto modo es parir la Vida y dar a luz duele) pero inmensamente fecundo porque dejó brotar la Vida que a gritos pedía salir.
Qué bien se sentía en ese entonces empezar a gustar de a sorbos la libertad. Y hoy qué bien se siente saberme en tus manos y dejarme hacer.
Lo que hace feliz al ser humano no es la concreción de la propia voluntad sino el ordenar los afectos y purificar el propio deseo para desear lo que Dios desea y en ese fin orientar la propia existencia y así gustar la plenitud de ser lo que estamos llamados a ser: plenamente humanos.